Guapocracia
¿Por qué Sánchez triunfó en EE UU por la cara?
«Parece Superman» o «está bueno» son solo algunos de los piropos que el presidente del Gobierno recibió durante su visita oficial a Norteamérica
Pedro Sánchez se nos ha hecho indiano, al estilo de aquellos españoles que regresaban de las Américas después de amasar cantidades ingentes de dinero. Su caudal es el rostro y vuelve con él pletórico de pellizcos, de esos que van a los mofletes. Él resopla, pero de pereza, porque si le duele la cara es de ser tan guapo. Con permiso de Los Inhumanos, tenemos el hit del verano. Sonrisa Profident, careto de John Wayne, tupé cortado en El Corte Inglés. «Al espejo me miré y me excité mogollón», debería continuar el presidente mientras se regocija del éxito de su buena estrella en su gira por Estados Unidos.
La imagen es la primera injusticia a la que estamos sujetos desde que nacemos, según expone el sociólogo Jean François Amadieu en «El peso de las apariencias». Un bebé hermoso acapara sonrisas y carantoñas. El que nace con orejas de soplillo se tendrá que conformar con el terrible «tú también eres simpático». Sánchez fue seguramente de los primeros y, de acuerdo con este investigador, desarrolló una confianza que le acompaña de por vida. En su gira americana ha necesitado diez minutos de entrevista para lubricar a un público que debe de andar bastante reseco ante el insulso Joe Biden. «Parece Superman», «está bueno», «es precioso», «tiene buena apariencia», «es guay», «la versión española de Kennedy», «míster guapo». Son algunos de sus elogios en redes sociales. En 2019, el periodista Patrick Greenfield anticipó que era «escandalosamente guapo».
Si miramos alrededor, estamos en la era de la guapocracia, una forma de gobierno en la que imperan los guapos, y sus responsables han perdido el pudor. No cuelan ya las enseñanzas de Maquiavelo que aconsejaba ajustar la fuerza del león con la astucia del zorro para que el príncipe resultase más temido que amado. La era de la televisión ya marcó una nueva forma de hacer política. En España la inauguró Adolfo Suárez, un gran seductor que despertaba pasiones. Llenaba auditorios y su retrato adornaba mesitas de noche, pero hubo un momento en que triunfó más el hombre que el político. Él mismo lamentó que la fascinación se quedase en pura iconografía. Le superó la propuesta socialista de Felipe González, el hombre progre de la pana, melena y cara resultona, favorito en cualquier póster.
A la televisión le siguieron las redes y cada vez se van sumando nuevos canales. «Hoy el político está en la línea de un ídolo, de un bloguero o un instagramer. De alguna manera tienen que competir con todos ellos por captar la atención de los ciudadanos, especialmente de los ciudadanos indecisos. El sex appeal puede ser clave», opina Amparo Plaza, responsable de campañas electorales de la consultora Estrategos. La tarea es estresante. La clase política tiene cada vez mejor percha y, si la clave de la renovación está en la juventud y la telegenia, siempre podrá aparecer alguien más joven y encantador.
¿Frivolidad o estrategia? ¿Influye en la intención de voto? «Hay investigaciones que demuestran que una imagen cuidada suma en una contienda electoral y puede llegar a ser decisiva en determinados casos», responde Plaza. Cada vez es más extraño ver en la política a un tipo endiabladamente feo y es un riesgo que el asesor político francés Marc Vanghelder resume de forma muy breve: «Cuando no tenemos nada que ofrecer, la belleza sirve». En opinión de Amadieu, la guapocracia es una forma de poder inquietante porque despierta una atracción similar al amor ciego. El sesgo nos lleva a ver en la belleza inteligencia, honestidad, equilibrio y sensibilidad. Los datos lo corroboran. Según investigadores de la Universidad de Otawa, el candidato más bello parte con alrededor del 10 % de los votos solo por el hecho de serlo. Toda una ventaja.
La guapocracia distrae la atención de cualquier otro detalle y para los asesores se ha convertido en un arte muy sutil. Del encuentro de Sánchez con la primera ministra de Estonia, Kaja Kallas, que también comparte con los anteriores la orla de mandatarios hermosos, ha trascendido su excelente sintonía y el cruce de miradas que así describió un corresponsal: «Los dos se vieron en Tallin y se derretía el hielo de las copas con tanta miradita ibérico báltica». Para los analistas la pregunta es cuánto de fachada y cuánto de sustancia deja la guapocracia. Es el caso de Justin Trudeau, el primer ministro de Canadá. Antes de dedicarse a la política fue actor, stripper y boxeador. Viste impecable, es atractivo y es muy fotogénico. Líderes de todo el mundo se han rendido a sus encantos. Después de algún tropezón en su gestión, la pregunta clave es si su política está a la altura del mito.
En Finlandia, su primera ministra, Sanna Marin, destaca por una gestión impecable de la pandemia con un gobierno de coalición formado solo por mujeres. Deja claro que es posible conjuntar sus dotes de liderazgo calmado y decisivo con esa otra imagen que exhibe en redes, como su foto vestida de novia con satén y abrazada a su flamante esposo, un exfutbolista profesional, o su insinuante escote posando para una revista de moda. Con otros guapos de cine, como puede ser Casado, Abascal o Inés Arrimadas, se declara oficialmente la guapocracia.
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