Historia

París

Jules Michelet: el sabio hipnotizador

La Razón
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Por fuerza mayor, yo tuve que dejar mi biblioteca de París. En ella –como pasa en todas las que son muy profusas– había libros importantes y no leídos todavía. Rescaté algunos, como la obra de Balzac y la «Historia de Francia y de la Revolución», de Jules Michelet, aunque no pude recuperar un volumen con sus preciosos e incomparables ensayos. En aquel, pude leer «la sorciere», que me fascinó, pero no tuve tiempo de conocer «L'insect», «La Mer», «La Femme», «L´Amour» y «Le Peuple».

Ninguna glosa, ninguna apología, logran transmitirnos la emoción romántica, visionaria, de la prosa de Michelet, con la que apenas puede competir Flaubert. Como historiador, su parte más fiable es la transmisión de las emociones humanas que acompañan el hecho histórico, lo vivimos como hipnotizados por él. Y toda su obra es así. El conocimiento, seguido por el estremecimiento y la emoción de conocer. Esto es él, un sabio hipnotizador. He leído a Michelet, sobre todo como a un artista o un narrador inigualable, un mago de la sugestión, preferible a cualquier maestro del suspense.

Gracias a la providencia de internet recuperé algunos de aquellos mis libros raros perdidos. Y no hace mucho pude volver a estremecerme, asombrarme, soñar o meditar con «El mar». Ya no volveré a perder esa prenda de mi ya profusa biblioteca virtual. ¡Santo Dios! Qué cantidad de información histórica y científica relevada con el estremecido asombro del poeta, casi del niño.
Hay periodos y frases en las que creeríamos estar leyendo a Herman Melville o escuchando a Wagner. Puertos, faros, arrecifes, tempestades, testimonios de náufragos y sobre todo, la entraña materna y fecunda del mar, sobre la que hace un comentario que nos deja pasmados. Helo aquí: «La gran fatalidad del mundo, el hambre, sólo existe en la tierra; en el mar está evitada, se desconoce. Ningún esfuerzo de movimiento; nadie se cura de buscar la comida. La vida debe flotar como un sueño. ¿En qué empleará sus fuerzas el ser? En nada puede gastarlas, y las reserva para el amor».

Francisco Nieva
de la Real Academia Española