Venezuela

El régimen de Maduro según Montesquieu

La tiranía despótica castrista cuenta con mucha impunidad en la opinión pública occidental y ahora, algunos insisten en exigirle al oprimido pueblo venezolano que dialogue con su verdugo

Venezuela's President Nicolas Maduro speaks during an event with the youth of Venezuela's United Socialist Party in Caracas
Nicolás MaduroMIRAFLORES PALACEReuters

Antes de la existencia de las ideologías políticas, antes de Marx y Nietzsche, antes del comunismo y el fascismo, antes del debate entre izquierdas y derechas, la intelectualidad occidental tenía mucho más claro lo que era una tiranía o un régimen despótico, en contraposición a los sistemas moderados que observan reglas y principios, sean oligarquías, democracia o incluso monarquias constitucionales y parlamentarias.

Desde la antigüedad los griegos estudiaban de forma objetiva estos sistemas de “repúblicas ordenadas” bajo el término de “politeia” que según Aristóteles consistía en el orden para la conservación de los Estados, dejando claro que: “La tiranía, menos que ninguna otra, es gobierno de República” y que se trataba de una quiebra de esta o de un “gobierno vicioso”.

También los modernos de hace tres siglos lo tenían muy claro, al punto que Montesquieu dividía los sistemas de gobierno en republicanos, monárquicos y despóticos, definiendo a este último como “aquel en que uno solo, sin ley ni regla, lo dirige todo a voluntad y capricho”. No eran sistemas sino su negación, o lo que hoy podemos señalar como Estado fallido.

Resulta interesante repasar este pensamiento para recordar que las tiranías despóticas han existido siempre y que el gran logro de la civilización occidental consiste en haber superado ese estado de primitivismo prepolítico con la creación de la democracia y los Estados modernos con pluralismo, legalidad, igualdad jurídica y vigencia efectiva de un Estado de Derecho. Este debe ser el punto de partida, el mínimo necesario, el contrato base a la que tiene derecho cualquier sociedad. De hecho, en su trascendente ensayo “El Espíritu se las leyes”, Montesquieu describe el gobierno despótico en términos que registran todavía una vigencia sorprendente tres siglos después:

En el gobierno despótico todo está perdido si el príncipe deja de tener el brazo levantado, si no puede aniquilar en el momento a los que ocupan los primeros cargos… El gobierno despótico tiene por principio el temor… En esos Estados nada se repara, nada se mejora, no se edifican casas sino para el tiempo que se ha de vivir, no se plantan árboles, se saca todo de la tierra y no se le devuelve nada; todo está erial, todo desierto. ¿Creéis que las leyes que quitan la propiedad de la tierra y la sucesión de los bienes disminuyen la avaricia y concupiscencia de los grandes? No, las irritan más. Cada uno es impulsado a cometer mil vejaciones, pues no piensa ser dueño sino del oro o plata que puede robar u ocultar… La pobreza y la incertidumbre de las fortunas naturalizan la usura en los Estados despóticos, aumentando cada cual el precio del dinero en proporción del riesgo que corre al prestarlo. La miseria fluye, pues, de todas partes en esos países infortunados. De todo se carece en ellos, hasta del recurso de los préstamos. De aquí se origina que el mercader no pueda dedicarse al comercio en grande escala; vive al día; si reuniera mucha cantidad de géneros, los intereses que había de abonar para pagarlos excederían a las ganancias obtenidas con su venta. Por eso no hay apenas leyes mercantiles; redúcense éstas a la mera policía… En tal gobierno, la autoridad no admite contrapeso: la del menor magistrado es tan absoluta como la del déspota… En fin, siendo la ley la voluntad momentánea del príncipe, se necesita que aquellos que quieran por él, quieran súbitamente como él. Así debe acontecer en un gobierno donde nadie es ciudadano, en un gobierno donde domina la idea de que el superior no debe nada al inferior; en un gobierno donde los hombres sólo se creen ligados por los castigos que unos imponen a otros; en un gobierno donde hay pocos asuntos y en el que es raro tener que presentarse ante un magistrado, dirigirle peticiones y mucho menos quejas…”.

Este texto describe a la perfección tantas realidades actuales, sobre todo la de Venezuela. Se trata de un modelo estudiado, concreto, universal y predecible. ¿Cuándo dejó de indignarse la intelectualidad occidental ante las tiranías despóticas? ¿Cuándo y cómo se potabilizaron? Fue a partir de la dictadura del proletariado de Marx y el Súper Hombre de Nietzsche que se legitimaron las tiranías despóticas con las ideologías políticas del comunismo y nazismo respectivamente, generándose un debate polarizador y excluyente, que distorsionó el clásico dilema entre tiranía y democracia. Eso es lo que explica que la tiranía despótica castrista cuente con tanta impunidad en la opinión pública occidental, o que ahora algunos insistan en exigirle al oprimido pueblo venezolano que dialogue con su verdugo, condenando no a este, sino a priori cualquier posibilidad de derrocamiento de lo que es sin lugar a dudas un régimen usurpador, narcotraficante, totalitario, criminal y violador sistemático de derechos humanos.

Así como el renacimiento consistió en superar el dogmatismo medieval para rescatar el racionalismo clásico de la antigüedad, ahora debemos superar el dogmatismo político de la contemporaneidad para rescatar el humanismo y los valores de la ilustración. Entrar de lleno al siglo veintiuno deslastrados de todo pensamiento absolutista, excluyente y opresor, reivindicando la igualdad y la libertad como consensos irrenunciable. Volver a la modernidad y releer a Montesquieu, para que vuelva a importarnos cosas como la separación de los poderes, la alternancia, la supremacía constitucional, los derechos humanos y la libertad de conciencia.

Occidente se juega hoy su alma en Venezuela, donde el tirano sigue subiendo la apuesta a nombre de los intereses de Rusia, China y ahora Irán. Su ilegítimo Tribunal criminal, el mismo que ha perseguido diputados y usurpado desde el inicio las competencias del parlamento nacional, nombró ilegalmente nuevas autoridades electorales y expropió a los partidos políticos, cerrando la puerta (nuevamente) a cualquier salida electoral. Se trata de un régimen que asesina disidentes lanzándolos por la ventana desde un décimo piso a plena luz del día, responsable de miles de desapariciones forzosas según la ONU, que colecciona más de cuatrocientos presos políticos, que le niega el pasaporte a sus nacionales, y que secuestra sin juicio previo desde un joven que cacerolea en su casa o una periodista que toma una fotografía en una estación de gasolina, hasta un ejecutivo de una empresa trasnacional por mera venganza. Un país con la inflación más alta del mundo desde hace varios años, donde no hay agua, luz, gas doméstico, televisión independiente ni gasolina, y donde existen milicias armadas patrocinadas por el mismo régimen.

Lamentablemente todavía hay quienes sostienen que la única opción que tenemos los venezolanos victima de esta tragedia, es esperar por una eventual autoregeneración del tirano, sin siquiera pensar en presionarlo con sanciones legítimas en el marco del derecho internacional. Son los mismos que creen que en Cuba hay una transición democrática, que a Evo se le dio un golpe de Estado y no al revés, o que es normal que Ortega se adueñe de Nicaragua junto a su esposa. Incluso se refieren al caso venezolano como un conflicto entre dos partes, lo que no se atreven a decir cuando se trata de un caso de violencia de género, de discriminación o abuso sexual, o de abuso policial contra una minoría étnica. Ni siquiera le reconocen a millones su condición de víctima, ni mucho menos condenan a los culpables.

¿Es que acaso la democracia ya no importa? Si Occidente sigue tolerando el despotismo, perderá su alma y dejará de existir.