Asalto al Capitolio

El día de la vergüenza

Trump ha logrado que la izquierda de muchos países se refocile ante el espectáculo del Capitolio

Imagen de archivo del Capitolio
Imagen de archivo del CapitolioWILL OLIVEREFE

El irrepetible Trump dañó seriamente el día de Reyes el prestigio de Estados Unidos, hundió parcialmente su legado, que cuenta con no pocos admiradores, y totalmente su futuro. Un político populista y enormemente ególatra arruinó sus perspectivas políticas. No habrá candidato Trump en las elecciones de dentro de cuatro años.

El presidente saliente ha logrado que la izquierda de muchos países se refocile ante el espectáculo del Capitolio, olvidando que en nuestros pagos ha habido conatos con cierto parecido aunque de distinta génesis ideológica (¿no abandonó Mas el parlamento catalán en helicóptero?, ¿no pedía aquí algún político relevante que se bloqueara nuestro Congreso porque olía a casta poco democrática?). Trump no sólo ha polarizado a su país, aquí también lo estamos, sino que, y esto le duele, ha dividido al Partido Republicano y avergonzado a una buena parte del mismo.

La luna de miel, sincera o de conveniencia, con su formación se acabó. Muchos recientes cercanos colaboradores del político, un antiguo ministro de defensa, su anterior jefe de gabinete, declaran en público que el presidente es un barco a la deriva, «es otro desde hace meses» y fulminan: «Orquestar a una muchedumbre para que presione al Congreso es inexcusable». Durante años, muchos americanos, como el día de Pearl Harbour o el del asesinato de Kennedy, preguntarán sin orgullo y con verguenza: «¿Donde te pilló el asalto al Congreso?».

La prensa americana titula a toda página con bochorno el espectáculo de ayer. Es lo nunca visto en un país que ha permanecido, desde su nacimiento, vírgen de dictadores o de golpes de Estado. Los medios más clementes proclaman que «partidarios de Trump asaltan el Congreso». Otros más agrios indican que «la turba de Trump protagonizó una insurrección». Y otros, progres y de prestigio («The New York Times» o «Los Angeles Times») señalan con el dedo: «Trump incitó a la muchedumbre». No hay el menor aplauso excepto pequeñas redes sociales.

Algún nostálgico rememorará dentro de años la política fiscal «trumpiana», la subida espectacular de la Bolsa, el paro inexistente (3,3%) cuando brotó la pandemia, repetirá que nunca metió al país en una intervención militar, piropeará, según su ideología, algún aspecto de su política exterior, el apoyo a Israel, el regalo del Sáhara a Marruecos, su denuncia de China... pero el Covid, primero, y, más aún, la tarde del miércoles han difuminado cualquiera de sus discutidos éxitos.

Metido en su búnker de la Casa Blanca a lo largo de ese día, semejando un monarca de Shakespeare al que abandonan sus cortesanos más cercanos, el vicepresidente Pence («lo saqué de la nada y ahora me apuñala por la espalda») o el líder de la mayoría republicana en el Senado McConnell –que admitió hace semanas que Biden había ganado correctamente–, Trump ha debido empezar a percatarse de que su obstinación va a borrar sus logros y acrecentar sus lacras. Por ello, aunque no deja de lanzar bravatas narcisistas, «este es el final del mejor período de la historia de nuestra presidencia», se adelanta a admitir «que habrá una transición política ordenada». Es una primicia.

¿Ha tirado la toalla definitivamente? Yo diría que sí, aunque con tal personaje sea osado hacer pronósticos. Tardar casi dos horas en decir a sus partidarios que abandonaran el Capitolio no es de recibo y le atormentará bastante tiempo. Si quisiera atrincherarse en la Casa Blanca la opinión pública y la clase política verían con buenos ojos que se le inhabilitase, por el procedimiento normal, que esta vez no fallaría.

Bastantes senadores republicanos estarían ahora por la inhabilitación o por la Enmienda 25, que lo cesaría por incapacidad para gestionar los asuntos públicos. No se haría en 48 horas, pero el fin sería ineluctable. Por ganar unos días se convertiría en el primer presidente de la historia inhabilitado («impeached»). En ocasiones anteriores –el primer Johnson, Clinton o el propio Trump– no hubo los dos tercios necesarios en el Senado para deponerlos.

Lo que es la política y el ego. Hace tres días, después de ser obvio que sus días estaban contados, Trump tenía un 44,2% de aceptación, cifra que nos parecerá increíble, pero cierta. Después del «show» dramático de esta semana no creo que obtuviese ahora un 20%. Con toda lógica. La Constitución es sagrada para los americanos y Trump la ha violentado.