Historia

Kabul 1842: La evacuación que se convirtió en masacre

Con la vuelta de los talibanes al poder, los ecos de otra evacuación de la capital afgana, hace 180 años, se tornan terriblemente proféticos.

La última resistencia en Gandamak, donde en enero de 1842 fueron masacrados los últimos supervivientes de la retirada británica de Kabul.
La última resistencia en Gandamak, donde en enero de 1842 fueron masacrados los últimos supervivientes de la retirada británica de Kabul.Óleo de William Barnes Wollen.

“Los sardars [líderes afganos] se comprometerán a no molestar durante el viaje a nuestro ejército, el cual será tratado con honor y recibirá toda la asistencia necesaria en términos de transporte y provisiones […] Nos despedimos de los afganos como amigos”. Era el 8 de diciembre de 1841cuando británicos y los insurgentes afganos que habían izado el estandarte de la yihad pactaron las condiciones de la evacuación de Kabul. Tan solo un mes después, los cadáveres de los restos del formidable Ejército británico del Indo que en 1839 había conquistado con pompa y boato el país jalonaban los gélidos pasos de montaña de Khord Kabul y Jagdalak, convertidas en mortales ratoneras, mientras que los últimos supervivientes eran masacrados en Gandamak. Miles de soldados británicos y cipayos indios, junto con sus familias, sirvientes y criados, hombres, mujeres y niños, habían perecido de forma atroz en una retirada, convertida en cacería humana, que se convertiría en el mayor desastre colonial de la historia de Gran Bretaña. Un único superviviente, al borde del colapso, consiguió llegar a las puertas de Jalalabad, último bastión británico en la región. ¿Qué pudo salir mal?

Casi tres años antes, en la primavera de 1839, el bautizado como Ejército del Indo, una poderosa fuerza de 20.000 hombres de la Compañía Británica de las Indias Orientales, cruzó el angosto paso del Bolán en una invasión “preventiva” de Afganistán para deponer a su gobernante, el emir Dost Mohammad Khan, que había logrado unir un país fragmentado por la conflictividad tribal y asolado por los señores de la guerra, e imponer una cierta paz tras décadas de enorme inestabilidad política. En el Afganistán de la época no había armas de destrucción masiva, pero el motivo que esgrimió la Compañía de las Indias Orientales era igualmente peregrino y falaz: se acusó sin pruebas a Dost Mohammad de connivencia con Rusia para permitir el paso de los ejércitos del zar en dirección a la India. En el contexto del “Gran Juego”, la rivalidad ruso-británica por Asia, que generó una auténtica pandemia de rusofobia en Gran Bretaña, determinados individuos se valieron del clima de paranoia reinante ante la expansión rusa por Asia Central (que en ningún caso ambicionaba la India) para justificar una guerra injustificable que solo servía a sus intereses particulares.

Tras la toma de Kandahar y Gazni, el 7 de agosto de 1839 el Ejército del Indo entraba triunfante en Kabul para poner en el trono a un gobernante títere, el impopular Shah Shuja, antiguo soberano de Afganistán exiliado bajo la protección de la Compañía de las Indias Orientales (que sospechaba que tarde o temprano le encontraría utilidad) desde 1816. Tras barrer de un plumazo el frágil sistema de equilibrios de poder establecido por Dost Mohammed, la Compañía impuso su propia administración, cuyo dominio efectivo directo en realidad apenas trascendía Kabul; para el control del resto del vasto territorio se vieron obligados a apoyarse, por medio de generosos “subsidios”, en los mismos señores de la guerra responsables de la atávica inestabilidad interna del país. Una fórmula abocada al fracaso en 1839, y en 2001.

Dos años después, el conquistador mostraba síntomas de agotamiento: a pesar del evidente interés geoestratégico de Afganistán, conjurada la fantasmal amenaza rusa y ante el desinterés de la opinión pública, la ocupación de este magro y agreste territorio resultaba terriblemente onerosa para la Compañía, que planteó un drástico recorte de gastos, empezando por una reducción de las fuerzas de ocupación y siguiendo por una sustancial rebaja de los subsidios/sobornos a los señores de la guerra, que no tardarían en cambiar de bando. Con un clima cada vez más enrarecido por la prolongada ocupación y el impacto disruptivo de la presencia (y soberbia) occidental en las formas de vida tradicionales, la toma de conciencia por los afganos de la creciente debilidad británica precipitó la llamada a la guerra santa en torno a la figura de Akbar Khan, hijo de Dost Mohammed.

Un decidido impulso de los insurgentes bastó para que la frágil posición británica se desmoronara y, con los muyahidines penetrando ya en las calles de Kabul, los ocupantes, abandonando a su suerte a Shah Shuja y a los afganos que los habían apoyado, negociaron ingenuamente las condiciones de su propia evacuación, sin darse cuenta de que estaban firmando su propia sentencia de muerte.

Ante la reconquista de Kabul por los talibanes en vísperas del 20.º aniversario de los atentados contra las Torres Gemelas, los ecos de la Primera Guerra Anglo-Afgana, narrada de forma magistral por el célebre historiador británico William Dalrymple en su cautivadora obra “El retorno de un rey” (Desperta Ferro Ediciones, 2021), resuenan poderosamente actuales. Hasta ahora, muchos son los paralelismos. Esperemos que, esta vez, la evacuación no se torne en tragedia.