Monarquía británica

La sombra del rey breve en Buckingham

Como Eduardo VII, hijo de la reina Victoria, Carlos III llega al trono británico tras una eterna espera como príncipe heredero. De ambos se auguraba un reinado no tan brillante como el de sus antecesoras

Eduardo VII
Eduardo VIIFoto.La Razón

Una de las ventajas del hecho sucesorio en las monarquías, derivado de su condición de cargos hereditarios, es que el príncipe heredero es educado desde niño para la función que va presumiblemente a desempeñar. Es lo que el profesor italiano Domenico Fisichella denominó «educazione al ruolo», la formación para un papel difícil y comprometido para el que no hay universidad más eficaz que «mamar trono» desde la cuna. Esa formación la recibe durante su niñez, adolescencia y juventud y –a día de hoy– suele incluir un paso por academias militares y universidades donde lo común es estudiar asignaturas de derecho, economía e historia, entre otras. Generalmente, el momento de acceder al trono se produce cuando al monarca anterior fallece –salvo que abdique– y la edad a la que el nuevo rey recibe la corona ronda la de la madurez, con suficientes años por detrás para haber adquirido suficientes conocimientos y experiencia y bastantes años por delante para poner en práctica ese bagaje en bien de la nación.

Sin embargo, eso no fue lo sucedido en el caso del primogénito varón de la reina Victoria de Inglaterra, quien a la muerte de ésta en 1901, tras haber reinado desde 1837, se convertiría en Eduardo VII, rey de Reino Unido, emperador de la India, además de rey de los Dominios Británicos más allá de los mares y Defensor de la Fe, título este que había recibido en su tiempo del Papa León X, justamente, el autor del cisma anglicano, el rey Enrique VIII, aunque luego le fuera revocado por Pablo III. En efecto, Eduardo llegó al trono tras una larga espera.

La reina Victoria, que reinó casi tantos años como Isabel II, logró –por los grandes avances industriales, sociales y culturales de su tiempo– que los años de su reinado se denominaran «Era Victoriana». Una época en la que el Reino Unido de la Gran Bretaña e Irlanda alcanzó cotas de poder e influencia nunca vistas hasta entonces en aquel archipiélago. Largo tiempo viuda, manejó, con mano de hierro en guante de terciopelo, los complicados hilos de su extensa y bien emparentada familia, en parte, gracias a su innata capacidad casamentera y a preguntarse –una y otra vez– qué habría hecho su difunto marido, el príncipe consorte Alberto, en cada caso. La abuela de Europa convirtió a su hijo Eduardo en el tío de Europa. Isabel II, en cambio, no pudo ejercer más influencia en los matrimonios de su familia que, por ejemplo, el derivado del alejamiento de Peter Towsend del lado de su hermana, la princesa Margarita, para evitar que se casara con él.

Victoria tuvo muchos primeros ministros, la mayoría con títulos nobiliarios, algunos concedidos por ella misma: el Vizconde de Melbourne, el baronet Sir Robert Peel, el conde de Russell, el conde de Derby, el conde de Aberdeen, el vizconde de Palmerstone, el conde de Beaconsfield, William Gladstone, el marqués de Salisbury y el vizconde de Rosebery. Isabel II tuvo más primeros ministros que su antecesora, pero la mayoría no ostentaron título alguno, excepción hecha del conde de Home, aunque la monarca recientemente fallecida concedió a la «tory» Margaret Thatcher el título de baronesa.

Hasta que ascendió al trono, Eduardo VII fue heredero de éste durante 59 años, dos meses y trece días, largo tiempo de espera para ejercer unas funciones para las que se había preparado, aunque algunos considerasen que prefería las carreras de caballos y el trato con «demi-mondaines» que el ejercicio de las labores propias de su rango. Alberto Eduardo o «Bertie» como era llamado en familia, trajo muchos dolores de cabeza a sus padres en su juventud. Fue mal estudiante, aunque poseía una indudable capacidad para las relaciones sociales. Muchos dudaban de que llegara a ser un buen rey porque lo consideraban frívolo en exceso. Sin embargo, su reinado se caracterizó por innumerables innovaciones, incluidas las militares y navales, y una extensa y profunda labor diplomática que acercó su país a Francia, aunque le alejó de Alemania –hablaba bien francés y alemán– y, especialmente, de su sobrino el emperador Guillermo II. Reformó los palacios reales y, gran amigo de la pompa, reinstauró la ceremonia de apertura del Parlamento y fundó nuevas órdenes reales.

Eduardo VII, al igual que el hoy Carlos III, no dudó en involucrarse en determinados debates de opinión. En el caso de Eduardo acerca de temas militares o de temas como el uso de la palabra «nigger» para designar a personas de raza negra, lo que consideraba vergonzoso. En el de Carlos, sobre asuntos de pintura y arquitectura, decantándose por la inglesa tradicional.

Eduardo tuvo muchas relaciones extramatrimoniales –algunos dicen que hasta cincuenta y cinco– que su esposa la reina Alejandra, nacida princesa de Dinamarca, aguantó como pudo. Tuvo a actrices, condesas, cantantes, filántropas, prostitutas… pero quizás la más importante en su corazón fuera Alice Keppel, cuya relación no ocultó ni siquiera a su esposa. Carlos, en cambio, fue fiel a su actual esposa, Camila, antes, durante y después de su vida con la princesa Diana, aunque durante su juventud tuviera relaciones con diversas mujeres, casi siempre de la aristocracia –a diferencia de lo sucedido con Eduardo VII– como Georgiana Russell, hija de John Russell, embajador británico en España, Lady Jane Wellesley, hija del octavo duque de Wellington, Davina Sheffield o lady Sarah Spencer, hermana de la que luego sería su primera esposa, ambas hijas del conde Spencer. Los intereses culturales, filantrópicos y caritativos de Carlos III –que es presidente de más de una quincena de organizaciones benéficas y patrono de más de cuatrocientas- rebasan con mucho a los de Eduardo VII, pero ambos fueron eternos y expectantes príncipes de Gales, ambos de una distinguida elegancia, a pesar de que la gruesa constitución de Eduardo VII difiera bastante de la más «fit» de Carlos III, acentuada por sus inevitables trajes cruzados que tienen la virtud de estilizar la figura.

Hoy, curiosamente, la actual reina Camila parece ser bisnieta de Alice Keppel una de las más famosas amantes del rey Eduardo VII, tatarabuelo de Carlos, y estuvo presente en el lecho de muerte del monarca para luego ser repudiada por la sociedad. Este es un curioso y pintoresco «parentesco»x entre ambos esposos, Carlos y Camila. Alice Frederica Edmonstone fue hija del almirante de la Marina Real Británica Sir William Edmonstone, 4º baronet de ese nombre, y Mary Elizabeth Edmonstone y nieta de un gobernador de las islas Jónicas. Se casó con George Keppel, hijo del séptimo conde de Albemarle. A través de su hija menor, Sonia Cubitt, concebida por su regio amante, Alice es bisabuela de la reina Camila.

Carlos III ha ascendido al trono y podrá ser coronado cuando pasen los meses de rigor sin que eso signifique que no sea ya rey de pleno derecho. Recordemos que Eduardo VIII no llegó a ser coronado en ese ya lejano 1936. Carlos tiene ante sí un panorama político y social muy diferente al de su antecesor Eduardo VII que heredó un país en el culmen de su gloria y poder mundiales, poder hoy ostentado por otras naciones. Ambos llegaron tarde al trono. De ambos se auguraba un reinado no tan brillante como el de sus respectivas antecesoras e incluso un reinado mediocre. Sin embargo, Eduardo VII dio pruebas de valer para el cargo y su era tuvo el privilegio de llamarse «Eduardiana». Su muerte supuso un triste y fuerte mazazo sobre la cabeza de Albión. Yo creo que Carlos III, cuya popularidad –como la de la reina Camila– ha ido creciendo en los últimos años, nos dará sorpresas de bien hacer, haciendo honor a un legado imposible de igualar, pero que servirá de guía y luminaria para un monarca que ha iniciado ya una difícil andadura.