Reino Unido
Los Presupuestos no frenan el desgaste de Keir Starmer
El Gobierno británico subirá impuestos para recaudar cerca de 30.000 millones de euros y rebajar la disparada deuda pública
El poder no suele caerse de golpe; primero se agrieta. Si las fisuras no se contienen terminan por abrirse. En Downing Street lo saben. De ahí que el Presupuesto presentado en Westminster fuera mucho más que un ejercicio fiscal. Se trataba del intento de apuntalar un Gobierno que empieza a mostrar síntomas inquietantes de desgaste prematuro.
Tras semanas de errores de comunicación, rebeliones internas en las filas laboristas y unas encuestas en la que Keir Starmer aparece como el primer ministro más impopular de la historia del Reino Unido, la cita se había convertido en una prueba de supervivencia política. Y aunque se puede decir que fue un ejercicio de estabilización, está por ver aún si es un punto de inflexión.
El primer gran Presupuesto tras la victoria laborista de 2024 estuvo marcado por el error histórico del Office for Budget Responsibility (ORB), el organismo independiente que supervisa las cuentas públicas, al publicar las previsiones unas horas antes del discurso de la ministra del Tesoro, Rachel Reeves, cuya intervención estuvo protagonizado una cifra muy simbólica, la subida de impuestos en unos 26.000 millones de libras hasta final de legislatura, llevando la presión fiscal a un máximo histórico cercano al 38% del Producto Interior Bruto (PIB).
Con todo, mantiene la disciplina fiscal a fin de no incrementar más una deuda que ronda el 100% del PIB. En este sentido, Reeves – que era consciente de que se jugaba su puesto- superó el examen técnico con una solvencia que ha tranquilizado a los mercados y sellado una cierta confianza en la capacidad laboralista para gobernar. Pero no logró lo más urgente para Downing Street, es decir, apagar la crisis política, responder a un país exhausto o reforzar el liderazgo del primer ministro.
El Presupuesto presentado se puede considerar profundamente laborista en su contención. Lejos de los grandes planes transformadores que algunos esperaban, Reeves apostó por una opción prudente, casi tecnocrático, que evita riesgos macroeconómicos. De ahí que la primera reacción fuera de alivio en los mercados: la libra subió ligeramente, los bonos británicos se relajaron y los analistas financieros coincidieron en que, guste o no, el Gobierno ha optado por la ortodoxia.
Pero el impacto político es más ambiguo. Reeves cumplió técnicamente con su promesa electoral al no tocar el impuesto sobre la renta, las cotizaciones sociales y el IVA. Pero la congelación prolongada de los umbrales sobre el IRPF y los nuevos gravámenes sobre capital, vivienda de alto valor y ahorro equivalen a una subida generalizada del esfuerzo fiscal. Es un presupuesto que recauda sobre todo de las rentas medias y altas, y que envía un mensaje claro a Bruselas, a Berlín y a los inversores: Londres no va a financiar sus ambiciones con deuda.
Ese sentido de responsabilidad gustará en Frankfurt, pero no necesariamente en los hogares británicos, donde la sensación dominante es que se paga más por unos servicios públicos que siguen colapsados. Ahí es donde el relato político empieza a torcerse. Reeves presentó medidas sociales importantes –como la eliminación del límite de ayudas al tercer hijo, una reivindicación histórica de la izquierda–, pero ninguna de ellas cambia la experiencia diaria de un ciudadano que sigue siendo incapaz de conseguir cita con su médico de cabecera, que paga alquileres desorbitados o que tarda horas en un tren que no llega a tiempo.
De hecho, la verdadera prueba política del Presupuesto no está en los mercados, sino en el interior del Partido Laborista, donde Starmer afronta un descontento soterrado. El ala más socialdemócrata esperaba un giro más ambicioso; la más pragmática temía precisamente lo contrario y agradece el equilibrio. El resultado es que el presupuesto no ha generado una fractura, pero tampoco ha generado unidad.
Lo que el país esperaba era una visión clara –un plan para explicar cómo va a prosperar un Reino Unido que lleva una década sin crecer– y el Presupuesto ofrece, más bien, una gestión meticulosa, casi contable. Reeves ha identificado bien el problema de fondo: un país con baja productividad, poca inversión y servicios públicos debilitados. Pero su respuesta se queda en los márgenes: pequeños incentivos, algunas reformas aisladas y una estrategia que confía demasiado en que la disciplina fiscal recupere la confianza empresarial por sí sola.
Según las nuevas previsiones de la Office for Budget Responsibility (OBR), la economía británica crecerá alrededor de un 1,5 % en 2025, un ritmo moderado pero algo mejor de lo esperado hace unos meses. A partir de 2026 el crecimiento volverá a enfriarse, situándose en torno al 1,4–1,5 % anual, reflejo de una economía todavía limitada por su baja productividad y la falta de inversión. La inflación, que repuntará temporalmente este año, se encaminará hacia el objetivo del 2 % recién en 2027, mientras que el desempleo se mantendrá cerca del 4–4,5 %. Con una deuda que ronda el 95 % del PIB y un déficit aún elevado, la OBR concluye que el margen fiscal del Gobierno es reducido, lo que obliga a mantener una línea de disciplina presupuestaria para evitar tensiones en los mercados.