Análisis
El Poder Judicial mexicano en la guillotina
En una democracia funcional, el Ejecutivo no puede incidir directamente en la dinámica del Poder Judicial. Hacerlo no solo es un despropósito peligroso, sino una afrenta al propio Estado de derecho
El pasado 1 de junio, los mexicanos eligieron por primera vez, mediante voto popular, a 2,681 jueces y magistrados a nivel federal y estatal, incluidos los nueve ministros que integrarán la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN). Nunca antes en la historia del país los ciudadanos habían elegido a sus jueces en las urnas. A simple vista, esta medida parece un avance democrático; en realidad, representa una sentencia de muerte para la justicia mexicana.
Los resultados son motivo de preocupación. Por ejemplo, el próximo presidente de la Corte Suprema, Hugo Aguilar Ortiz, fue el único candidato indígena. Exasesor del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) y claro simpatizante de la Cuarta Transformación, recibió respaldo explícito de la presidenta Claudia Sheinbaum, quien en febrero declaró: «Queremos que un indígena llegue a la Suprema Corte».
Sin embargo, en una democracia funcional, el Ejecutivo no puede incidir directamente en la dinámica del Poder Judicial. Hacerlo no solo es un despropósito peligroso, sino una afrenta al propio Estado de derecho. La pregunta que cabe hacerse es: ¿qué hará Aguilar Ortiz cuando deba impartir justicia en casos donde las pruebas apunten directamente al poder Ejecutivo? ¿Cómo actuará un ministro cuya candidatura fue impulsada desde la Presidencia?
En el ámbito local, donde se eligieron 1,800 jueces, surgen dudas legítimas sobre el financiamiento de las campañas. En un país donde el crimen organizado controla zonas enteras del territorio, ¿qué sucede cuando los recursos que llevaron a un juez al cargo provienen del narcotráfico? ¿Estos jueces impartirán justicia contra quienes los financiaron? ¿Serán capaces de sentenciar a secuestradores, asesinos y extorsionadores cuando su legitimidad está comprometida de origen?
La participación ciudadana en estas elecciones no superó el 14%. Esto compromete seriamente la legitimidad del proceso. No solo se trata de candidatos impuestos por el poder político; además, su elección no refleja la voluntad de la mayoría de los mexicanos. La campaña fue confusa, el método de votación indescifrable y la desinformación cabalgó a sus anchas por las redes sociales. ¿Quién fue responsable de este entorno deliberadamente enrarecido? El propio gobierno. MORENA sabía que, para arrasar, debía jugar a la confusión. Y lo logró: hoy el sistema judicial mexicano ha sido colocado bajo la guillotina del autoritarismo.
Lamentablemente, la oposición carece de la fuerza necesaria para enfrentar una locomotora autocrática que avanza sin freno ni contrapesos. Esta realidad, tan difícil de asumir, debe ser un llamado de alerta para el resto de los actores sociales —universidades, Iglesia, empresarios, líderes sindicales, medios de comunicación y periodistas, entre otros— para que no permanezcan pasivos ante lo que se avecina. Lo ocurrido en México no es una afrenta menor a la democracia; es, quizá, la peor de todas: el secuestro de la justicia.
El lunes 2 de junio, Sheinbaum y su partido despertaron con aún más poder entre sus manos; un poder que amenaza con asfixiar —de forma definitiva— a una justicia ya maniatada.