Perfil
Sanaullah Ghafari, el joven artífice del ascenso de la rama afgana del Estado Islámico
Desde su nombramiento como emir en 2020, la filial centroasiática del Dáesh se ha convertido en la más temible de la organización yihadista.
Nacido como filial centroasiática del Dáesh como resultado de una escisión de Al Qaeda, los talibanes y el Movimiento Islámico de Uzbekistán, desde 2015 el Estado Islámico del Gran Jorasán (ISIS-K, por sus siglas inglesas) -la vieja demarcación abarca los territorios de los actuales Afganistán, Turkmenistán, Tayikistán, Uzbekistán e Irán, donde la organización pretende implantar un califato— se ha caracterizado por un mayor radicalismo y brutalidad. Sus método han seducido a miles de talibanes pakistaníes y afganos en los últimos años.
Derrotado el califato en el mes de marzo de 2019, la rama del Dáesh con base en las montañas afganas y pakistaníes no sólo no ha visto menguar su capacidad, sino que desde entonces ha sido capaz de llevar a cabo una creciente actividad dentro y fuera de Afganistán. Por su relevancia y simbolismo descuellan el doble atentado suicida registrado en enero en el cementerio de Kermán durante la ceremonia en recuerdo de Qassem Suleimani cuatro años después de su asesinato -que se saldó con 85 muertos— y la matanza perpetrada en el centro de ocio moscovita Crocus City Hall la semana pasada, un crimen que costó la vida a al menos 173 personas.
Una parte importante del éxito de los dos atentados, registrados en el corazón de dos potencias regionales como Irán y Rusia, así como, en general, la consolidación de la rama asiática de la organización terrorista, se debe a su líder Sanaullah Ghafari (también conocido como Shabab al Muhayir). Afgano de etnia tayika, de 29 años y universitario, fue nombrado líder del ISIS-K en 2020. La organización lo definió como un “líder militar con experiencia y uno de los ‘leones urbanos’ del ISIS-K en Kabul” por su capacidad guerrillera y a la hora de preparar atentados suicidas en Afganistán. Según fuentes talibanes, Ghafari fue soldado del Ejército afgano antes de entrar en la rama centroasiática del Dáesh.
En febrero de 2022, el Departamento de Estado de EE UU anunciaba una recompensa de hasta 10 millones de dólares por información que pudiera conducir a Ghafari tras ser identificado como cerebro del atentado registrado en el aeropuerto de Kabul durante la retirada de las fuerzas de la OTAN el 26 de agosto del año anterior. En él murieron 13 soldados estadounidenses. Se le dio por muerto en una emboscada talibán en una zona fronteriza con Pakistán en junio del año pasado, pero salvó milagrosamente la vida y huyó de territorio afgano para refugiarse en la remota -y sin ley— provincia pakistaní de Baluchistán.
Un informe de Naciones Unidas de 2023 dejaba constancia de que el ISIS-K adopta un modus operandi más horizontal que jerárquico y vertical, lo que proporciona a sus militantes una mayor flexibilidad. Lo cierto es que tras la salida de las fuerzas de Estados Unidos de Afganistán y el advenimiento del segundo emirato talibán, la filial del Dáesh ha incrementado notablemente su capacidad operativa fuera de la región coincidiendo con el liderazgo de Sanaullah Ghafari. Los enfrentamientos entre ambos grupos son frecuentes, pero los talibanes gozan de un extenso refugio en las montañas del norte y el este del país. Hay una suerte de conllevancia.
Un éxito que no puede desligarse de la capacidad reclutadora de Ghafari en los países que formaban la antigua URSS. Además de afganos, pakistaníes, turcos o iraníes, la militancia del ISIS-K la componen cada vez más combatientes procedentes de repúblicas meridionales de la Federación Rusa -hay constancia desde 2017 de militantes con pasaporte ruso— y, sobre todo, nacionales de las antiguas repúblicas soviéticas de Asia Central –con Tayikistán, y Uzbekistán a la cabeza– a los que mueve un acusado resentimiento hacia Putin.
Teniendo en cuenta que Ghafari es tayiko afgano, no es casual el incremento en el número de terroristas de este grupo étnico -tanto ciudadanos del actual Tayikistán como de otros países de la región, incluida la Federación Rusa— en la estructura del ISIS-K. No en vano, según las autoridades rusas, los cuatro principales sospechosos de haber cometido la matanza del Crocus City Hall moscovita tenían nacionalidad tayika.
El atentado en Moscú tuvo un doble valor simbólico: no sólo se castiga a todo un Vladímir Putin por su papel en la derrota del califato y su apoyo al régimen de Bachar al Asad en Siria burlando la seguridad rusa, sino que, desde la remota Afganistán, se golpea en suelo europeo. En este sentido, el ISIS-K reivindicó un ataque mortal -hubo un fallecido— contra una iglesia católica en Estambul a finales del pasado mes de enero (no en vano, los dos presuntos atacantes eran de nacionalidad rusa y tayika). Y se vincula a la organización a la tentativa de atentar recientemente contra el Parlamento sueco.
Para la filial terrorista liderada por Ghafari, la más temible del Dáesh, el enemigo es, en fin, tanto Occidente como países tachados de “antiislámicos” como Rusia. También los talibanes, de los que se nutrieron en sus orígenes y que condenaron “con la mayor dureza” la matanza en Moscú. Y las minorías chiitas de Afganistán, que, como el propio Irán, practican un mismo islam considerado “herético” y “politeísta” para grupos yihadistas suníes como Dáesh o el Estado Islámico.
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