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Hollywood

Y Kruschev se quedó sin Disneylandia

Kruschev y su mujer con Frank Sinatra, Maurice Chevalier y Shirley McLaine, en la visita al rodaje de «Can Can». Después definiría la película de «pornografía»
Kruschev y su mujer con Frank Sinatra, Maurice Chevalier y Shirley McLaine, en la visita al rodaje de «Can Can». Después definiría la película de «pornografía»larazon

Podría haberlo orquestado perfectamente un Stanley Kubrick en plenas facultades. Por ejemplo, el cáustico y paródico de «¿Teléfono rojo?», que de hecho rodó pocos años después de estos hechos. Si aún hay quien sostiene que a la Luna se llegó por obra y gracia de su cámara, ¿por qué no podemos pensar que la surrealista visita de Kruschev a los Estados Unidos fuese un enorme, desternillante, montaje del director en mitad de la Guerra Fría? La «tournée» de un dictador orondo, tan cachondo como iracundo, básicamente impredecible y para más señas comunista, por el país de los rascacielos y las grandes fortunas, de las mazorcas de maíz y Marylin Monroe. Un soviet entre capitalistas. Y para colmo con la potestad de, con un gesto de su dedo, sumir al mundo en el holocausto nuclear. Ni el cine lo hubiera guionizado mejor. Ni Stanley Kubrick, que estás en los cielos.

Sucedió en 1959, con Ike Eisenhower en la presidencia americana y Nikita Kruschev como mandatario de la URSS después de condenar en 1956, en un valiente discurso ante el Partido, los desmanes de Stalin, el hombre que, borrachos como cubas, le obligaba a bailar el «jopak» como si fuese un simple siervo de la gleba. Cosas del terrible Koba. A pesar de que la URSS seguía siendo una potencia hermética y amenazadora y un regimen dictatorial incuestionable, Kruschev abrió una ventana a la concordia al tiempo en que fustigaba al enemigo y alardeaba de su poder nuclear. Era lo uno y lo otro, lo bueno y lo malo. En su primer encuentro, a Eisenhower le había parecido «un conductor de locomotora borracho». Así lo cuenta Peter Carlson, ex reportero del «Washington Post» en el divertidísimo pero no por ello poco documentado ensayo «Krushev se cabrea» (Antonio Machado Libros).

Fruto de ese nuevo clima bilateral más distendido y en medio de promesas de desarme, el vicepresidente Richard Nixon viajó a Moscú para inaugurar una exposición americana en el parque Sokolniki junto al ruso. Allí, entre Pepsi y Pepsi, ingenios informáticos y prototipos de casas americanas, se produjo el famoso «debate de la cocina» entre los dos políticos: un intercambio de rifirrafes y un «quién la tiene más larga» militar que abochornó a los diplomáticos presentes y fraguó la enemistad Nixon-Kruschev. Al regreso de Nixon, Ike no tenía clara la conveniencia de invitar al dictador soviético a su país. A cambio, esperaba que Kruschev levantara un ultimátum sobre Berlín Oeste que traía de cabeza al mundo. Sin embargo, las órdenes del presidente se tergiversaron sin querer y el inclasificable Nikita, que por lo demás lo estaba deseando, se vió invitado al paraíso capitalista por excelencia sin tener que dar nada a cambio. Eisenhower trinaba.

A partir de ahí arrancan los diez días de septiembre más bizarros de la historia diplomática norteamericana. Y lo hacen a bordo de un enorme TU-114 en el que Kruschev se empeñó en volar a pesar de ciertos peligros técnicos solo porque aquel bicharraco era el más grande de su flota, tanto que en Washington tuvieron que construir una escalerilla ex profeso para llegar a las puertas. El dictador, acompañado de su mujer Nina y su hijo Serguei, que grabó rollos y rollos de película de aquel fascinante país, traía bajo el brazo un regalo envenenado para sus «amigos» americanos: solo dos días antes de aterrizar en EE UU un cohete ruso había alcanzado la Luna, dejando en evidencia la sonrojante inferioridad norteamericana en la carrera espacial. Un motivo más para esos 25.000 americanos que según el FBI, y «tirando por lo bajo», estarían dispuestos a atentar contra el mandatario. Desde la misma escalerilla, Kruschev ya estuvo alardeando de su gesta espacial. Eisenhower mantenía el tipo y, cuenta Carlson, «según un reportero presente, ''lo miró como si le hubiera venido a visitar ese suegro al que nunca has tragado desde ya antes de tu boda''».

La política de «bronca o muerte»

Claro que todo podía ir a peor. Fuera de las recepciones de gala en la capital, los primeros encuentros con distintos agentes sociales se iban saldando uno tras otro en broncas del dictador con aquellos que osaran poner en tela de juicio su regimen. Kruschev, simpaticón por lo general, campechano incluso, a veces hasta el bochorno, sabía cuando torcer el gesto y que su rostro y su calva, enrojecidas, dieran miedo. Y es que entre los hombres y la prensa libres de Estados Unidos, el dictador encontró preguntas incómodas a millones. Y más que incómodas, algunas directamente ofensivas. Es lo que Nixon había recetado a su regreso de Rusia: el plan de «bronca o muerte». Es decir, enfrentarse a Kruschev, no dejarse engañar por su falso amiguismo. La «política de represalia verbal masiva», según lo bautizó un periodista del «Times».

Pero el gran choque de civilizaciones se produjo a cuenta de algo en apariencia tan «naif» como Disneylandia. Originalmente se había propuesto una visita al parque de atracciones, pero el FBI aseguró que no podía garantizar la seguridad del premier soviético. A Kruschev se le quemó el cuerno al saber que su familia no podría visitar las instalaciones, pero su ira no estalló hasta llegar a Hollywood. Fue una de las cenas de gala más cómicas de la Meca del Cine. El quién es quién de la industria estaba allí: Frank Sinatra y Maurice Chevalier sentados junto a Nina Kruschev, Rock Hudson, Charlton Heston y Marylin Monroe, que fue sola, sin su sospechoso marido «rojo» Arthur Miller. «Es usted una jovencita muy pero que muy encantadora», le dijo el dictador al mito erótico americano; ella correspondió con una sonrisa, pero a su asistenta le reveló la altura de sus verdaderos pensamientos: «Es gordo y feo. Dime a quién le gustaría ser comunista con un presidente como ese...». Y entonces, al mínimo ataque a su política, Kruschev lanzó su célebre «speech» sobre Disneylandia: «¿Por qué no puedo ir? ¿Es que allí ocultan sus cohetes? ¿Hay una epidemia de cólera? ¿La han tomado los gángsters? Ahora me dicen que no pueden garantizar mi seguridad. ¿Qué hago entonces, quieren que me suicide?». Épico.

La visita del mandatario comunista está trufada de momentos tan surrealistas como éste. Consciente de su oportunidad propagandística y seguido siempre por una caravana de 300 periodistas, que a veces llegaron a ser la propia noticia, Kruschev lo mismo posaba con un pavo que se comía a bocados un perrito caliente, acariciaba niños, amenazaba con «enterrar» Estados Unidos o sacaba de quicio a Eisenhower en Camp Davis. Y, desde luego, allá donde fuera, siempre tenía presto el «yo más» de la URSS. «Visto uno, vistos todos», dijo de los rascacielos.

De aquel viaje legendario se pueden extraer pocas conclusiones políticas optimistas. El desarme no se produjo; es más, el apresamiento de un piloto de caza americano en suelo ruso enconó la situación y Kruschev, con un ataque de cuernos por culpa de su «amigo» Ike, acabó dando un zapatazo en su escaño de la ONU en una visita de dos semanas al año siguiente. No obstante, los americanos pudieron comprobar de cerca que los comunistas no tenían rabos ni tridente y una especie de tabú en las relaciones bilaterales se había roto. Kruschev, por su parte, que había regresado a Moscú en loor de multitudes, como adalid de la paz, aplaudido al unísono por un pueblo sometido, supo trasladar a su tierra algunas minucias americanas que lo habían cautivado. Por ejemplo, construyó el primer campo de golf de la URSS, encargó tres helicópteros como los que usaba Eisenhower para sobrevolar Washington y acarició la idea de establecer en sus ministerios ese sistema de comedor con bandejas corridas que había visto en la sede de IBM. Durante unas semanas, antes de volver a la normalidad, a la enemistad, América incluso añoró al viejo Nikita: «Sin él –escribió un periodista de ''Newsweek''–, la vida en América será tan triste como un granero sin trigo o una trompeta sin Louis Amstrong». El último espejismo de la Guerra Fría.

Los dentistas paran los pies al dictador

Más allá de los políticos, de los agentes sociales, de los temibles capitalistas de Wall Street, si alguien logró poner en su sitio a Nikita Kruschev (en la imagen) durante su visita al suelo americano, ese fue el gremio de los dentistas. La Asociación de Dentistas Americanos (ADA) había reservado con un año de antelación su cena anual de gala de 1959 en el lujoso salón del Waldorf Astoria de Nueva York. Precisamente para ese día se había previsto uno de los muchos actos del dictador, que además se alojaba en dicho establecimiento. Así que el alcalde de la ciudad y el Departamento de Estado escribieron sendas misivas, muy formales y correctas, al presidente de los dentistas para liberar el espacio reservado. La ADA respondió muy formalmente que ni en broma. Durante dos semanas hubo un tira y afloja y el pueblo se puso del lado de los sacamuelas. Su contumacia tuvo recompensa. El Waldorf era solo de ellos. «Los rusos llegaron primero a la Luna, pero la ADA llegó primero al gran salón», resumió Nixon.