DE CERCA

Cuando no tienes un hogar para confinarte

La vida de José, Francisco y José Manuel se truncó hace años. Ahora son parte de esas más de 33.000 personas sin techo que deambulan por España

Francisco se encontró de un día para otro en la calle, sin trabajo y sin dinero. Una situación que arrastra desde hace más de siete años. Antes, vivía en su casa, trabajaba con su padre en asuntos inmobiliarios de compra venta y soñaba con formar una familia. Ahora, lo hace con sobrevivir. “Todo comenzó a ir mal a partir de 2008, mi padre murió, la crisis económica hizo que perdiera el empleo y me quedé sin nada. Los ahorros se fueron acabando y poco a poco fui entrando en la pobreza. No tengo a nadie y no me queda más remedio que dormir en la calle o, de vez en cuando, en casa de algún conocido que me deja una cama. No soy un drogadicto ni un alcohólico, solo una personas a la que le han ido mal las cosas y que ha perdido todo”, describe este hombre que ya ha cumplido los 50 años.

Él es una de esas 33.000 personas sin hogar en España que tienen registradas las instituciones, una cifra que Cáritas sitúa en los 40.000. Con la pandemia, como es obvio, la situación ha ido a peor, más personas se han visto abocadas a vivir de la caridad por falta de ingresos, no solo en cuestión alimenticia sino de residencia. “He pasado toda la pandemia en la calle, durmiendo en bancos, en portales. Cuando dicen eso de que debemos confinarnos en casa yo me pregunto: ¿dónde? Solo me queda la esperanza de que Dios me proteja, sin la Iglesia estaría perdido”, relata este fiel devoto que ha encontrado en las instituciones religiosas su salvación.

Francisco, que ya ha cumplido los 50 años, asegura que lo más duro es "no saber dónde vas a dormir cada día"
Francisco, que ya ha cumplido los 50 años, asegura que lo más duro es "no saber dónde vas a dormir cada día"Cipriano Pastrano DelgadoLa Raz—n

Para este madrileño de nacimiento lo más duro de estos meses ha sido lidiar con la Policía que, mientras todo el mundo permanecía enclaustrado en su hogar, les exigían que abandonaran la calle: “No entienden que no tengo dónde ir, no me queda otra que ir buscando comida por la calle, de comedor en comedor y los albergues estaban llenos. Es muy complicado”. Francisco, que presume de llamarse como el Papa de quien guarda una fotografía en la que aparecen juntos hace un par de años. No tiene familia, sus hermanos murieron y no le queda ninguna personas de confianza a la que recurrir. “Ahora saco algo de dinero de vender libros y chatarra. No es fácil levantarse cada día”, dice. Su único equipaje es un móvil y la cartera.

“El tema del aseo personal es también un problema. Durante los primeros meses de la pandemia podíamos seguir utilizando las fuentes públicas para lavarnos, ahora ni eso. Es un problema muy gordo. Hay algún conocido que me deja usar su ducha de vez en cuando y la situación de las casas de baños es también muy mala”, lamenta. Ahora que llega el frío, se resguardará en estaciones de autobuses y continuará con su rutina de acostarse muy tarde y levantarse pronto para ir en busca de comida y algo de chatarra. Todavía recuerda la primera noche que tuvo que dormir al raso: “No sabes qué hacer, se pasa muy mal. Al principio iba a parques. Luego te vas acostumbrando, aprendes recursos. No te queda otra. Espero que esta situación cambie dentro de un tiempo. Me encantaría volver a tener mi vida de antes. Ahora solo pienso en dónde dormiré mañana. Hoy tengo la suerte de que me han dejado una cama. Mañana ya veré, es una lotería”, dice con una sonrisa de resignación.

Miedo a morir quemado

“Mi situación es un poco mejor”, confiesa José Antonio Llop. Ambos se conocen de la Parroquia de San Antón, que gestiona Mensajeros de la Paz con el padre Ángel a la cabeza. “Antes de que llegara el coronavirus pasábamos aquí mucho tiempo, veníamos a por comida, tomábamos un café dentro de la parroquia. Ahora no se puede, es una pena porque era el único momento que teníamos para estar juntos, vernos y charlar”, dice este hombre de 46 años que lleva unos meses durmiendo en una habitación que le ha facilitado esta organización benéfica. "La calle es muy dura, he estado mucho tiempo durmiendo en los parques, albergues, portales y siempre con el miedo de que algún desgraciado quisiera hacerte algo, quemarte o cosas así”, dice.

¿Cómo llegó a esta situación José Antonio? “Todo comenzó cuando murió mi madre hace 15 años. No lo superé. Luego tuve problemas con mi padre y me echó de casa. De repente me encontré sin nada. Ni casa ni dinero. He trabajado durante mucho tiempo en el montaje de festivales de música, pero como en la actualidad se ha cancelado todo, no me queda ni eso”. Hasta este año que ha sido admitido en la “campaña de frío”, este madrileño se refugiaba entre cartones, “con mucha incertidumbre”. Nunca imaginó que acabaría en esta situación, “tenía una vida normal, con mi familia, mi trabajo, recuerdo que veía por la televisión como los mendigos iban en busca de comida, cómo esperaban largas colas y ahora soy yo el que está así. Nunca piensas que te va a pasar, pero es más fácil de lo que piensas ”. Aun así, José Antonio no pierde la esperanza y desea que esta racha de mala suerte pase, “quiero formar una familia, tener mi casa, confío en salir de ésta pronto”

José Antonio ha conseguido entrar en la campaña de frío y ahora tiene una cama para dormir
José Antonio ha conseguido entrar en la campaña de frío y ahora tiene una cama para dormirCipriano Pastrano DelgadoLa Raz—n

Sin embargo, los datos sobre niveles de pobreza y personas sin techo no son nada alentadores. Paula, trabajadora social de Mensajeros de La Paz afirma que “el número de personas que atendemos ha variado muchísimo, sobre todo en los desayunos de San Antón, que casi se han duplicado los usuarios atendidos. Se están llegando a dar 160 desayunos al día, cuando antes de todo esto se repartían unos 100”. Ahora el perfil de personas que reclaman ayuda es diferente: “Ya no es el de una persona sola y sin hogar, que también se sigue viendo, sino que también estamos atendiendo muchas familias que se han quedado en situación de extrema vulnerabilidad debido a la pandemia y acuden a nosotros porque están muy perdidos y no saben dónde tienen que acudir para obtener ayudas”.

José, de 72 años, afirma sentir "vergüenza" por haber llegado a esta situación. "La familia que me queda no sabe que estoy así", reconoce
José, de 72 años, afirma sentir "vergüenza" por haber llegado a esta situación. "La familia que me queda no sabe que estoy así", reconoceCipriano Pastrano DelgadoLa Razón

Desde la iglesia de San Antón orientan a nivel social y laboral a todos los necesitados y ofrecen servicio de asesoría jurídica. “De igual modo, facilitamos tickets de ducha y kit de higiene para los baños públicos de embajadores. Y es que para ellos ahora es más difícil mantener una higiene diaria muy importante para poder combatir este virus, por lo que las personas sin hogar si son muchos más vulnerables, están mucho más expuestos al virus en su día a día”, añade Paula.

Quien también conoce bien el restaurante solidario Robin Hood que gestiona el padre Ángel es José, de 72 años, quien siente mucha vergüenza por tener que recurrir a esta ayuda. “De un día para otro me quedé sin trabajo, con un crédito muy grande y sin recursos. Sin darme cuenta me vi en la calle y el virus ha sido el remate”, afirma. Él es pintor y ya no tiene si quiera dinero para poder comprar sus materiales “ni un espacio para pintar”, añade. Dice que vive al día, sin pensar demasiado en lo que ocurrirá mañana.

Su jornada consiste en caminar de un sitio a otro, comer en algún centro social y vuelta a pasear hasta que llega la noche. “Te sientes como si no fueras humano. De hecho, los familiares que me quedan ni si quiera saben que estoy así, es humillante. Todo esto me ha llevado a caer en depresión, lo cual se agudizó durante el confinamiento. Aún recuerdo cuando todo iba bien, incluso estuve viviendo en París donde tenía éxito como pintor”, dice con añoranza y voz entrecortada. El reloj marca las doce y media de la mañana y José nos pide con prudencia si puede marcharse ya. Es la hora en la que reparten las bolsas de comida en el centro al que acude todos los días. Con la cabeza baja y un pesar en su caminar pone rumbo a un futuro incierto y lleno de miedos. “Veremos dónde estamos mañana. Adiós”.