Muslo o pechuga
Don Dimas, mesas de refugio
Lo que se despacha en las mesas de Don Dimas es de alma andaluza, con guiños catalanes del propio José Carlos, y la mochila vasca de la experiencia de Álvaro
A una casa de comidas, se va o a heredar felicidad o a secuestrarla. Hay muchos restaurantes que tienen puesta la mirada en la complicidad del crítico, a que les pongan la divisa de la guía, o a que los palmeros fudis se les hagan los dedos huéspedes tecleando. Álvaro Garcés, joven pero suficientemente preparado en cocinas como la de Martin Berasategui, donde llegó a ser jefe, interpreta que la calidez de un establecimiento es esencial para repetir una y otra vez. Es un onubense, coaligado con José Carlos Fuentes, por lo cual lo que se despacha en las mesas de Don Dimas es de alma andaluza, con guiños catalanes del propio José Carlos, y la mochila vasca de la experiencia de Álvaro.
Confiesa Álvaro que la felicidad es compartida, y así debe ser, porque el público que coge escaño en esta casa es de mucho nivel, para repartirse confidencias, conspiraciones políticas o negocios de ida y vuelta. Tanto como la crema de galeras con centolla, que atraviesa desde El Rompido toda la Península con mucha suavidad. El mismo carácter que tiene un mi-cuit acompotado con codorniz de Bresse. O un tartar de tarantelo con yema aliñá y un caviar beluga de verdad, es terminado en la propia sala por el hiperactivo y locuaz Álvaro. Dicen los que vuelven una y otra vez a la casa, que hay que tomarse el canelón de trufa, el tartar de vaca vieja sobre tuétano a la brasa, bastante expresivo, o un más discreto rabo de toro a la Maestranza con garbanzo.
Aquí todo se hace por derecho, con la claridad de la línea coquinaria que no pretende epatar. Y en esa secuencia la repostería es deliberadamente clásica con tarta de chocolate y torta de Anís. Por su parte, la carta de vino va ajustándose a las pretensiones del confort burgués de los comensales.
Seguramente a Don Dimas no se irá para discutir sobre estrellas ni infiernos creativos. Pero un masaje cariñoso en tiempos de tribulación, le vendría bien al propio Ignacio de Loyola.
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