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Epílogo a Pérgamo: se alquila la librería más antigua de Madrid
76 años después de que la abrieran sus padres, las hermanas Serrano dejan el negocio por jubilación y ante la creciente bajada de ventas
Se llama Pérgamo, como la urbe griega que albergó en su día la segunda biblioteca más importante del mundo antiguo después de la de Alejandría, y es la librería con más solera de Madrid, aunque se trate de un título disputado.
Pérgamo, que se encuentra en la calle General Oráa, donde abrió sus puertas en 1945, liquida sus existencias –hasta el 5 de enero– y se alquila por una jubilación más que forzosa desde el lejano día en que el matrimonio formado por Raúl Serrano Guillén y Lourdes Velasco Ortega-Morejón arrancó un negocio que ha sido el pilar de sus hijas, aunque el imperativo del tiempo va a poner fin a la historia de una familia entregada a los libros. Lourdes Serrano Velasco tiene ya 80 años, después de 50 en el local, y su hermana Ana, de 72, ha podido convencerla de que ha llegado el momento de echar el cierre.
«Es terrible, no había más remedio. Mi hermana ahí seguía y yo ya me enfadaba... Es un dolor infinito, no me recuerdo en otro sitio que no sea la librería, y como no fui al colegio, desde que nací hasta los 14 años que empecé a pintar e ir al conservatorio, allí estaba todo el día», cuenta Ana Serrano a LA RAZÓN.
Sus padres se casaron en 1941, año en que Raúl Serrano, catedrático de universidad «represaliado por el franquismo por fundar la Juventud Comunista de Aragón», fue expedientado, y «comenzó a ganarse la vida pasando tesis doctorales a máquina, a un céntimo la página, y pasando hambre, literalmente», explica Ana. «Mis padrinos le prestaron el dinero para poner la librería y buscaron un local cerca de casa; vivían en María de Molina, entonces extrarradio, donde solo había un montículo de tierra».
Raúl Serrano «conocía a casi todos los catedráticos, sobre todo los de Lengua, Literatura, Geografía e Historia y Latín; sus materias, porque era licenciado en todo eso», apunta su hija, y «se recorrió los institutos para pedirles que al terminar el curso le avisaran de los textos que iban a pedir el año siguiente». La solicitud tuvo una respuesta inmejorable, «se volcaron en el Ramiro de Maeztu y en el colegio Estudio, donde recomendaban que fueran a Pérgamo, e iban todos los niños. Vivíamos de esto cuatro familias», recuerda Ana.
Lo primero que colocó su padre en el escaparate fue el rótulo, en latón, «y pagó a un chico para que le sacara brillo. Estaba precioso, ahora está negro», lamenta su hija menor. Hoy en el cristal exterior un cartel avisa del alquiler y un rótulo anuncia desde el pasado sábado la liquidación en marcha.
Los «preparativos» del comercio «los fue haciendo [Raúl Serrano] en 1944 desde la propia librería en obras, con una máquina de escribir Underwood comprada en El Rastro», sobre una mesa de castaño que aún conservan, «donde seguía pasando apuntes en un rincón mientras vigilaba el avance de los trabajos, y volvía a casa cubierto de polvo», contaba su mujer. Años después, llevando la administración de fincas del padrino de su hija Ana, Serrano se topó con el célebre crimen de Jarabo.
Según el relato de Ana, «la mesa la consiguió su padre cambiándola por tabaco, porque era todo de estraperlo, y no quería que se la manosearan», la cuidaba «como oro en paño», pero logró además «un ebanista de lujo», pues la librería hace gala precisamente de un cuidado estilo. «Las estanterías son una preciosidad», corrobora la que pronto tendrá que despedirse del emblemático espacio. «Allí aprendí a leer, a escribir, me preparé para la primera comunión», asegura Ana Serrano. «Es horrible, de repente es como si mi infancia se hubiera acabado de verdad, como si mis padres volvieran a morir».
La niña que en ese espacio con olor a madera y a papel aprendió «casi todo» cuenta que sus padres «no crearon un lugar para venta de libros; pusieron su cultura, su trabajo, su esperanza y su vida en aquel lugar gracias al que podrían vivir y donde continuar leyendo sin tener que comprar ni un solo libro». Su librería tenía «claras señas de identidad: los textos de todos los colegios e institutos de Madrid; libros prohibidos que, gracias al origen argentino de mi madre, llegaban de Buenos aires en unas cajas de madera, llenas de botes de leche condensada, con los que alimentaban a mi hermana, forradas de esos libros y varios fondos editoriales completos».
Rememora Ana cómo «hicieron unos preciosos marcapáginas de cartulina blanca en los que estaban impresos la dirección y el nombre: ‘Pérgamo. Librería y papelería. Imprenta y encuadernación. Disponemos del fondo editorial completo de…’ y aquí una lista en la que se destacaba en negrita la Colección Austral», emblemático sello que ha sido crucial en la formación de la precoz y ávida lectora.
La propia Ana se ilustraba en «una escalerita» a continuación de la trastienda. Se lavaba las manos y se sentaba «en el segundo escalón, para poner los pies en el primero y que no me pisaran al pasar, pegadita a la estantería, para dejar sitio a los que tenían que subir y bajar... El suelo de la trastienda era de baldosas y mi escalón estaba roto», recordó ella misma para la revista Ínsula en un número dedicado en 2009 a Austral que ahora un amigo le ha recordado en Facebook.
Mientras, Lourdes cuenta que fue su madre quien la enseñó a leer con tres años y que «no era consciente hasta que un día, sentada en esa misma escalerita con un libro en la mano que le habían regalado, descubrió que podía descifrar el título: ‘El sombrero verde volador’: ese momento mágico en que descubres que aquellas cositas raras dicen algo». La hermana mayor, que estudió Derecho, como su padre, habla de «amigos, no solo clientes» de Pérgamo, y cómo tiene que «unir el aspecto puramente emocional» con su «propia vida allí», donde durante una época trabajó con su padre y se quedó después hasta hoy. Tras pasar por un despacho de abogados, lo dejó para preparar unas oposiciones, pero le pareció «algo espantoso». Ahora debe despedirse de la que ha sido su vida todo este tiempo. «Me duele mucho pero no quiero dramatizar, no quiero acabar llorando por los rincones. Es como cualquiera que se jubila en un trabajo que le gusta, una labor que te es grata, te divierte, te permite conocer gente, es doblemente doloroso».
Su hermana Ana corrobora que para ellas el cierre de la librería en un barrio donde «no hay más, pero aunque hubiera muchas, es una tragedia». Siente «un dolor y un desgarro absolutos, sobre todo si deja de ser una librería, pero no hay más remedio». Un representante les ha contado que «se han abierto dos muy potentes en zonas de moda, como Chueca y alrededor de Sol», dice Ana, pero las hermanas asumen que deben ceder el testigo «ante la escasez de ventas». Los libros tienen un 30 por ciento de descuento, un reclamo en estas fechas. Hasta ayer habían hecho una caja de más de 5.000 euros, con «gente esperando a que abrieran» la tienda a primera hora de la mañana.
Por ahora «han llamado cinco personas, y dos inmobiliarias para ofrecerse a alquilarla», explica Serrano, a la que divierte y atrae a partes iguales el marchamo de antigüedad de su negocio, que se basa en la continuidad en el mismo lugar. Porque la célebre librería madrileña Felipa se remonta a 1920, pero cerró su antiguo local, cerca de la Gran Vía, y mantiene la tradición en una nueva ubicación. La Casa del Libro abrió en 1923 como negocio librero de la editorial Espasa-Calpe, también en Gran Vía, aunque el formato de tienda no tenga nada que ver ya. Y sí es más antigua Rubiños 1860, nacida a mediados del XIX, aunque el negocio fue vendido en 2004 al Grupo El Corte Inglés por los descendientes de su fundador. Otra emblemática librería fue la regentada por Jesús Taranco en La Elipa desde 1963 hasta hace solo tres años.
Asegura Ana Serrano que el escritor Manuel Longares «siempre dice que Pérgamo es la más antigua de Madrid». Antes de la guerra «hubo librerías que volvieron a abrir después, pero con otros dueños, eso me contaba mi padre, o las casetas de la cuesta de Moyano», que desde mayo de 1925 alberga una feria del libro permanente. Pero resta importancia al dato. «Da lo mismo, lo cierto es que somos muy antiguos y se conserva tal cual, aunque con muchos adornos y flores, algo tan rococó y femenino que mi padre no lo aprobaría». Ana se ha dedicado estos días a «limpiar los dorados, que quedan muy lucidos», concluye mientras apura el momento de pasar página.
Por su parte, Lourdes afronta el futuro con «la suerte» de que le gustan «muchísimas cosas». Lectora «compulsiva», tiene «muchos amigos siempre en disposición de hacer cosas» y le «encanta» la música. Una disciplina que cuenta con dos figuras de excepción en la familia: sus sobrinos. Luis, director de orquesta, barítono y violinista, y Guillermo, especialista en música barroca, «considerado uno de los tres mejores violonchelistas de Europa», certifica orgullosa Ana, su madre.
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