La historia final

Arqueología y humanismo en Madrid (I)

En las cortes y los palacios de la Europa más rica, próspera y culta gustaba de poseer restos curiosos de un pasado digno de ser alabado y admirado

Portada de la obra de Ambrosio de Morales: «Las antigüedades de las ciudades España», publicada en Alcalá de Henares en 1575
Portada de la obra de Ambrosio de Morales: «Las antigüedades de las ciudades España», publicada en Alcalá de Henares en 1575AAE

Para Mariana, fascinante científica en ciernes.

De lo que me apetecía escribir ahora es de un tema que me resulta fascinante: la historia de la Arqueología. Todas las disciplinas tienen su historia y sus historias. Todos los saberes tienen su evolución, que transita desde unos orígenes mágicos, o indefinibles, hacia unas certezas científicas. Igualmente, hasta que los historiadores no se meten de lleno en el escribir la historia de esos saberes, la historia de esos saberes no pasa de ser anecdótica o incierta.

Con la Arqueología pasa lo mismo. Existe una expansión de esa disciplina a lo largo del siglo XIX (acaso podría decir que desde el XVIII, con el gran avance que supuso el inicio de las excavaciones de Pompeya por su rey Carlos, que luego sería nuestro Carlos III) que ha dado la imagen aquel un tanto entre romántica, enigmática y descubridora al fin y al cabo de un pasado maravilloso e inquietante que se expandía, junto con los grandes viajes de los precientífico por todo el orbe, empezando por el Mediterráneo, Persia, América.

Tal era la magnitud de los descubrimientos y el avance de los conocimientos, que se fueron creando museos, cuerpos facultativos y auxiliares de funcionarios arqueólogos o museólogos, cátedra universitaria, legislación protectora de los restos descubiertos, hasta llegarse a la consolidación científica de aquellos quehaceres.

El conocimiento del pasado tangible tuvo en el Mediterráneo unas peculiaridades singulares. Digo que en el Mediterráneo, Grecia y Roma esencialmente, porque los vestigios estaban a flor de piel (o de tierra) y de los vikingos no quedaban ni los cuernos.

Las sociedades mediterráneas se construyeron a sí mismas como diferentes, ricas den un pasado potente y digno de ser emulando, escrito y admirado. Con la Arqueología, la difusión de los hallazgos por medio de la imprenta, y los primeros balbuceos de la epigrafía se fueron construyendo historias de un pasado distintivo y, por ende, protonacional.

En las cortes y los palacios de la Europa más rica, próspera y culta gustaba de poseer restos curiosos de un pasado digno de ser alabado y admirado.

Pero, igualmente, ese rasgo diferenciador del humanismo italiano, tan cargado de nacionalismo (frente al humanismo norteuropeo, más moralizante o cívico, aunque sin exclusividad) empapó a los hombres del saber que se hicieron preguntas. Una, fundamental, en mantillas entonces, que podríamos formularla hoy, así: ¿cuál es el catálogo de nuestro pasado arqueológico?

Algunos, no muchos la verdad, pero los pioneros, andaban interesados en recopilar y recopilar (uno de los fundamentos del saber humanístico: recopilar palabras, leyes, sucesos, vestigios, costumbres de los pueblos que se iban descubriendo…). Luego, en definir: pero para definir había que crear un léxico apropiado y así poderle dar nombre a las cosas; luego, difundir el saber por medio de la imprenta.

Lo que ocurrió en nuestro siglo XVI sirve como manual de libro. Mira, lector: una de las primeras, si no la primera, descripción de Atapuerca está en la «Crónica burlesca del Emperador Carlos V» de Francesillo de Zúñiga, el cual cuenta cómo unos cortesanos de Carlos V «tuvieron nueva de un labrador, como a tres leguas de la ciudad de Burgos, en un lugar que se llama Atapuerca […] les dijo cómo en el dicho lugar había una boca de cueva, admirable y espantosa de ver, y que creía ser hecha por Dios y no por manos de gentes. Y que […] pensaba que en ella había secretos de diversas maneras y tesoros en oro y muchas revelaciones de gentes cuyas voces se reformaban en el aire y que dentro andaban y que respondían a las preguntas que les hacían; y que dentro en la cueva estaban estatuas de disformes cuerpos con rótulos en letras góticas…». Oída semejante descripción por aquellos cortesanos (unos 25, entre los que estaba el cronista Guevara, una beata, la abadesa de las Huelgas, otros predicadores y los demás caballeros y damas), decidieron ir a la cueva, «con algunas personas religiosas» de más, y por si acaso. «Y todos juntos fueron al lugar de Atapuerca». Entraron, «y como fuesen entrados en la cueva y en ella viesen muchas concavidades y apartamientos de extrañas maneras» se dividieron en grupos de seis en seis. Y sigue el cuento con que los alucinados cortesanos en verdad hacían preguntas al aire, y les eran respondidas. Muchas preguntas eran burlescas, claro y otras, por cotillear. «Señora voz…» y la señora voz respondía.

Dejada al margen cualquier recreación cinematográfica que cada cual quiera hacerse, porque la historia tiene todos los condimentos, lo cierto es que era conocido por algunos que en alguna cueva de Atapuerca había restos humanos. Y mucho eco, por cierto.