
Gastronomía
Gianna: Nápoles encuentra casa en la capital
Es el proyecto más personal de Ignazio Esposito, ex de DiverXO que decidió poner en pie su propio universo

Hay un momento en la vida de muchos cocineros en el que, después de años en grandes fogones, de horas interminables bajo la luz quirúrgica de una cocina con estrella, de órdenes secas y de jefes que hablan más con la mirada que con las palabras, deciden que ya está bien. Que toca levantar su propio chiringuito, pequeño o grande, pero propio, íntimo, reconocible. Madrid está lleno de esos valientes que abandonan el glamour Michelin para montar espacios donde firman con su propia identidad. Se dan cuenta, poco a poco, de que ha llegado el momento de hablar con su propia voz. Dejar atrás el aprendizaje –valiosísimo, exigente, casi iniciático– para empezar a explorar un camino propio, sin la partitura ajena que marca cada gesto. Y entonces surge un hormigueo distinto, una especie de llamada interior que les recuerda que la cocina, como la vida, tiene un brillo especial cuando nace de uno mismo, de sus recuerdos, de su forma particular de entender el sabor.
Muchos de ellos, además, comparten un mismo impulso casi biológico: traer a esta ciudad –tan voraz como acogedora– los sabores que les construyeron la memoria. Madrid, que todo lo engulle y casi nunca pregunta de dónde viene lo que se le sirve, se ha convertido en el refugio perfecto para esa generación de cocineros que llegan desde Galicia, Andalucía, Japón, Perú o Italia con la maleta llena de recuerdos culinarios. Ese gesto –el de traer la tierra natal a una ciudad que no entiende de nostalgias– se ha convertido en un fenómeno casi emocional. Cocina de raíces sin folclore, cocina viajada sin perder acento, cocina que enseña, explica y complace. En Madrid conviven hoy propuestas que parecen pequeñas embajadas sentimentales. Es en ese territorio –el de los cocineros que se atreven a traer su país en el bolsillo y desplegarlo sobre la mesa madrileña– donde hay que situar también a Ignazio Esposito. Un chef que, en vez de seguir orbitando alrededor de las galaxias Michelin, decidió que había llegado el momento de poner en marcha su propio universo. Un rincón de su memoria napolitana, un álbum familiar convertido en menú. Y eso es algo que no se ve todos los días, ni en Chamberí ni en Roma.

Ignazio aterrizó en Madrid en 2018 sin hablar español, directo desde Nápoles, y acabó en el equipo de DiverXO como quien entra en una catedral sin saber muy bien dónde está el altar. Aquello fue una escuela acelerada de intensidad y precisión. Más tarde, Dabiz Muñoz le puso al frente de RavioXO, donde consiguió una estrella Michelin en apenas seis meses: un récord que sorprendió a aquellos que siguen de cerca el show gastronómico. Antes de eso, ya había pasado por nombres mayores como Heinz Beck o Antonino Cannavacciuolo, que no son precisamente modestos en su exigencia. Con ese currículum, cualquiera pensaría que Esposito seguiría subiendo pisos en el rascacielos de la alta cocina. Pero no, decidió saltar por la ventana y caer de pie en la calle Eguilaz, número 7, donde abrió Gianna, su proyecto más personal, su restaurante sin traducciones ni intermediarios, su homenaje particular a los sabores que lo construyeron como persona y como cocinero.
El nombre, Gianna, ya es una declaración de intenciones. No hace falta ser muy listo para entender que la abuela ocupa aquí un lugar principal, como si el comedor fuera una prolongación de esa mesa familiar donde uno aprende a comer. Esa Italia que propone Ignazio no tiene nada que ver con la postal turística ni con la trattoria de manteles a cuadros y tiramisú. Es una Italia contemporánea y emocional, la suya, la que combina recuerdos infantiles con las técnicas y la libertad creativa que ha ido recogiendo por el mundo.
En este restaurante hay pasta fresca, sí, pero la pasta es solo el papel donde Ignazio escribe su historia. El raviolo de bacalao al pil pil es un buen ejemplo. Otro tanto ocurre con la burrata Italo-Thai, una mezcla de Nápoles y Bangkok que, en manos equivocadas, sería una excentricidad gratuita. Y qué decir de sus croquetas carbonara. Todo obedece a un mismo impulso: respeto profundo por la tradición, pero ni un ápice de temor a romperla cuando es necesario.
En Gianna uno tiene la sensación de que la cocina está viva, vibrante, sin pretender impresionar a nadie. Hay una frase que Ignazio repite y que sirve de brújula: «No cocino recetas, cocino emociones». Normalmente este tipo de sentencia suele sonar cursi, como escrita para quedar bien, pero en Gianna tiene sentido. Llevan abiertos más de un año en Madrid, instalados con naturalidad en ese Chamberí que sabe adoptar restaurantes que cuentan algo propio. Con un ticket medio en torno a los 35 euros, el sitio se convierte en ese italiano al que puedes ir sin necesidad de celebración, pero del que sales sintiendo que has celebrado algo igualmente. No es un italiano más, no es un experimento de laboratorio y tampoco es una trattoria tradicional.
Y en una ciudad donde cada día abre un sitio nuevo que promete reinventar la gastronomía –generalmente sin conseguirlo–, que un cocinero joven, con estrella bajo el brazo y sin necesidad de demostrar nada a nadie, decida montar un restaurante íntimo, emocional y con acento napolitano, es casi un acto de resistencia. Y, en estos tiempos de tanta cocina de escaparate, eso ya es suficiente motivo para sentarse a la mesa.
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