Historia
¡Ay, qué dolor, qué dolor, qué pena!: Miguelico, 1526 (y II)
Que yo sepa, nunca se ha hablado de este documento, ni nunca se ha hecho una investigación sistemática sobre las circuncisiones después de 1492
Hace unos días rebusqué entre carpetas arrumbadas, fotocopias de trabajos iniciados y acaso nunca terminados, o lo que es más interesante, fotocopias cuyos contenidos me dijeran algo diferente de aquello que me dijeron hace cuatro décadas.
De entre esos documentos, a los que (D.m.) dedicaré mi atención en los próximos escritos, hallé uno, que en su día debió llamarme la atención, y mucho. Era un único folio extraído del protocolo 84, del Archivo de Protocolos Notariales de Madrid.
Lo he leído con calma y algo de añoranza de aquellos tiempos en que empecé a hacerme historiador. Que yo sepa, nunca se ha hablado de este documento, ni nunca se ha hecho una investigación sistemática sobre las circuncisiones después de 1492. Porque, en efecto, aquel documento describía una circuncisión en 1526 de la que el escribano daba fe pública, y en la que hubo sus testigos y se realizó a petición del padre de un niño de cuatro años, Miguelico.
Como dejé expectantemente hace una semana, pedía el padre al escribano que estuviera presente «a ello» junto a los demás testigos y que «por vista de ojos» diera testimonio de lo que iba a ocurrir, «en el dicho Miguelico, su hijo». A pedimento del padre, el escribano se hallaba presente «y vi por mis ojos cómo el dicho Francisco de Torres, cirujano, con unas tijeras que en sus manos tenía dio una cuchillada al dicho Miguelico», concretamente «en su natura por la parte de arriba que le rasgó todo el capullo de la dicha su natura». Así que el escribano dio fe de todo ello porque «lo vi y me hallé a ello presente juntamente» con otros tres testigos varones convocados a tal fin. Como correspondía hacerse, el escribano ratificaba públicamente que «todo lo suso dicho pasó de la forma e manera que de suso se contiene». Lo firmó con su nombre y rúbrica. Todo concluyó. ¿Todo?
Solo este escueto documento en el que se cuenta una circuncisión, sin dar más explicaciones, tiene una importancia mayúscula. En primer lugar, porque la intervención tuvo lugar en 1526, más de un cuarto de siglo después de haberse ordenado la expulsión o el bautismo de los judíos. Cuando Miguelico ya fuera Miguel, correría, por ejemplo, el año de 1540. El padre fue previsor.
Es obvio que el mercader, padre, actuó así para proteger a su hijo en el tiempo por venir de cualquier estigmatización que pudiera caer sobre el Miguelico cuando dejara de ser niño, porque circuncidado sería judío –o convertido– en el caso que tuviera que vérselas con la Inquisición.
Otro capítulo es el del papel del cirujano. Para empezar, sabía circuncidar. Para seguir, esa intervención era el único y mejor remedio que se le ocurrió para sanar al crío, que -pobrecillo- debía estar pasando las de Caín por la frase que usa el padre, enfermo «de enfermedad que Dios Nuestro Señor le quiso dar». Es la misma expresión que incluyen los testadores cuando se ven en las últimas y se deciden a redactar testamento.
No sé qué enfermedad pudo tener Miguelico, ni cuáles sus padecimientos. Pero estos debieron ser muchos.
Si el cirujano tenía razón en hacer la intervención que hizo, dejaba marcado para siempre a ese niño. Malos tiempos para andar por ahí con esa marca, con esa señal de estigma.
Así es que la familia tuvo que guardar como oro en paño, para siempre jamás, anduvieran por donde anduvieran, más de un traslado de esta fe pública.
Y Miguelico, si alcanzó los veintitantos años y en una romería conoció mujer, le sacaría el documento para que ella no se asustara pensando que lo iba a hacer con un hereje de Moisés. O si sirviera en los tercios, tendría que ir mostrando la copia de marras, o llevarla colgando como un escapulario, no fueran a creerse, si le veían la natura, que era descendiente de los «otros».
Menos mal que el escribano, los testigos, la madre, el padre y el cirujano vieron la operación allá por el otoño de 1526 y dieron fe pública de ello.
Para proteger a Miguelico, cuando creciera y a toda la familia, que se podría ver salpicada por la sospecha de herejía.
Por cierto: ¿se sabe algo más de este Miguelico que se pudo apellidar «del Prado Mayorga»?
¿Y si el padre fuera criptojudío, tanto como la madre y el cirujano? Empecemos el microrrelato de nuevo.
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