Opinión
Cuatro
Hoy cumple mi perrillo cuatro años. No sé exactamente qué día decidí adoptarle, pero es de las mejores cosas que he hecho en la vida. Recuerdo perfectamente quién me animó (gracias, Changuito), recuerdo los nervios al abrir la web de la protectora que había elegido (lógicamente, yo quería que fuera paisano) y recuerdo también cuando vi su carita. Se llamaba Nitel. Tenía los ojos más redondos y negros del mundo y era (y es) paticorto, orejas desmesuradas (una se le cae) y echó barriga. Hago memoria y también conservo nítidamente a las personas que me acompañaron a recogerle. No pude decir ni una palabra. Cuando le vi llegar como una maceta en brazos de la voluntaria de la Protectora Arca de Noé de Albacete, tan regordete, tan tranquilillo, tan plácido, supe que ese iba a ser mi gran amor. Que no iba a existir ni un día en el que no me demostrara que me quería, que se alegraba de verme, que me perdonara mi mal humor, que entendiera mis horas bajas. Que se alegrara tanto de mi despertar sin importar si estoy guapa, fea, despeinada o con mal aliento. Que viniera a saludarme siempre tan feliz de reencontrarme cuando regresara del trabajo, cuando abriera la puerta de la casa con ganas de quitarme lo zapatos y se empeñara en subirse a mis piernas y lamerme. Ahora se llama Perry Mason, pero ningún día echó de menos su nombre anterior. Creo que comprendió que era yo la que iba a cambiar su vida y me permitió hasta eso, hasta convertirle en otro perrete. Ahora, cada vez que vamos al parque, nunca me pierde de vista, aunque le guste hacerse el travieso y corretee lejos a oler culetes y a comer hierba a mis espaldas, noto su mirada y su pertenencia. Disculpen tanto diminutivo de pueblo, pero con Perry pierdo hasta este recio carácter de borde que ostento y me vengo abajo. No he acertado tanto en toda mi vida. Y miren que he elegido como el orto siempre. Que me dure mucho. Que no quiero ni pensarlo.
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