Guerra en Ucrania

La «flower» y el «power»

Tendremos que mandar al frente a los chavales a los que ayer no nos atrevíamos a decir que habían suspendido por si se ponían tristes

La medida perfecta de hasta dónde hemos llegado es que confluyan en un mismo tiempo el anuncio de Josep Borrell de que Rusia no participará en Eurovisión y un chico en su casa de Kiev que cocina cócteles molotov para detener el avance de las tropas de Putin por las mismas calles de la misma ciudad por las que hasta ayer corría su hijo sobre un triciclo. Si me preguntan, diría que ese es, justamente, el sitio y el lugar en el que naufragamos.

La guerra nos cogió dándole vueltas a la prioridad de dar cursos obligatorios al que quisiera tener un caniche y haciendo cálculos sobre la frecuencia diaria con la que había que sacar al perro por Ley. Se abría un debate sobre si la gente salvaría de un incendio a su perro antes que a un desconocido y sobre si las cerdas estaban realmente cómodas en las parideras o merecían tener una voz decisiva y paritaria sobre la cuestión reproductiva que obviamente les afecta. Estábamos en lo de las macrogranjas de cerdos y ahora, calculando por bajo, resulta que en Ucrania hay atrapadas quince millones de toneladas de maíz y tendremos que ir a buscar las mazorcas a Misuri. Allí las venden a precio de oro, con lo que saldrá más barato darles a los cerdos angulas del Bidasoa. Bien mirado, no está claro que en todo el Corn Belt estadounidense haya cereales para todo el continente. A la espera de que comience la recolección de los campos brasileños en el mes de junio, podemos ponerles a los animales unos discursos de Alberto Garzón sobre la ganadería extensiva y elegir entre doblar el precio de la carne o hacer la cuenta de los ganaderos que echan la persiana en Salamanca. Sería un buen momento para hacernos veganos si tuviéramos cereales que llevarnos a la boca.

Apunté en mi cuaderno que tendremos que mandar al frente a los chavales a los que ayer no nos atrevíamos a decir que habían suspendido por si se ponían tristes. La consternación que producen los cuerpos bajo la nieve se ve asediada por unos chistecillos sobre las fachadas iluminadas de colores y la fraseología de la izquierda sobre el «No a la guerra». Hagamos pegatas sobre la necesidad de reducir la inversión en defensa y peguémoselas a esos jodidos rusos en todo el casco para que sepan lo que vale un peine. Llamemos la atención sobre la necesidad de unos tanques cero emisiones y de abordar la guerra desde una perspectiva de género, diversa, trasversal y, sobre todo, sostenible. Me pregunto cuánto estábamos haciendo el idiota todas las veces en las que decidimos cerrar nuestras centrales nucleares y comprar el gas a un país autoritario que se enriquece tanto que quizás termine por invadirnos.

Las fuerzas que mueven el mundo son complejas, pero la guerra es muy sencilla: viene otro tipo, te mata, te roba el país, te quema la casa, esclaviza a tus hijos y se acuesta con tu mujer. Funciona siempre así desde la luz de los tiempos, se ponga como se ponga Greta Thunberg, Isa Serra, las de «les gallines» y Pedro Sánchez diciendo en aquella entrevista que en España sobraba el Ministerio de Defensa. Una vez desechada la idea de mandar un ejército que no tenemos, podemos echar unas canciones en las puertas de las embajadas y darles donde más duele con la hegemonía cultural, el poder blando y las bondades del «flower power», ese show de colores en el que vivimos hasta hoy donde nosotros teníamos la «flower» y ellos, el «power».