Libertad de expresión

La invasión de Ucrania y la guerra digital

La libertad de prensa: de la restauración a la actualidad

La retransmisión de una guerra en directo

No hay duda de que la agresión contra Ucrania ha generado una oleada de solidaridad, así como de rechazo generalizado contra Putin en la UE. La catástrofe golpea el corazón de las naciones más ricas del mundo. Es una guerra terrible en nuestras fronteras que se emite en directo. Estamos ante una nueva realidad que no tiene parangón con otros conflictos, porque los agredidos están mostrando una capacidad comunicativa extraordinaria. Los avances tecnológicos permiten que se puedan realizar conexiones utilizando los teléfonos, las tabletas y los ordenadores. Hemos superado los límites para informar de guerras anteriores, para dar paso a una capacidad ilimitada que es lo que necesitamos los medios de comunicación para cumplir nuestra principal misión al servicio de la libertad de información. No solo a la hora de recoger los avances militares y los combates, sino, sobre todo, las imágenes del sufrimiento de la población civil. La destrucción se comprueba minuto a minuto y nada se puede esconder. Otro factor fascinante es la capacidad de influir en la opinión pública mundial con esos mensajes que sirven para generar esa ola de solidaridad.

Es un factor con el que no había contado el autócrata ruso. Una guerra transmitida en directo hace que la verdad se abra paso entre la propaganda interesada que pueda servir a los intereses del agresor. Lo primero que se puede constatar es que es un claro e inequívoco ataque contra un país soberano. La llegada de más de medio millón de refugiados es una muestra de la dimensión de la catástrofe humanitaria. No se puede permanecer impasible ante este enorme despropósito. A pesar de ello, las democracias son impotentes frente a Rusia, porque nadie se quiere ver involucrado en este conflicto. El riesgo de generar una escalada irreversible está en la mente de todos. No se sabe cómo puede reaccionar Putin, aunque hay indicios muy inquietantes. El límite está en las sanciones económicas, que por graves que sean no sirven para que Rusia finalice una agresión que busca conseguir que Ucrania se convierta en un país vasallo del Kremlin. Todo lo que comporte una implicación militar provocaría una extensión de la guerra a otros países y es algo a lo que nadie se quiere arriesgar.

Estamos ante la primera guerra que se está retransmitiendo, además, por medio de teléfonos móviles, ya que la alta penetración que existe en Ucrania, como en la mayor parte de países del mundo, hace que cualquier persona anónima pueda enviar imágenes y comentarios que reflejan la realidad o, como mínimo, una visión de ella. El conflicto no ha silenciado internet y se mantienen las conexiones sin grandes dificultades. Es otra novedad frente a guerras anteriores que la comunicación utilizaba métodos convencionales. Los ucranianos utilizan las redes sociales para transmitir sus mensajes. Los teléfonos se utilizan para hacer vídeos que se cuelgan en la red por medio de TikTok, Facebook, Instagram o Twitter. Esta práctica no se circunscribe a los ciudadanos, sino también a los soldados ucranianos y no se trata de una acción oficial sino espontanea que refleja la nueva realidad de este mundo sin fronteras en la red. Esto permite mostrar los avances y retrocesos militares, la destrucción humana y material, los problemas de suministros que tiene el ejército invasor y el sufrimiento de la población civil.

¿La primera víctima de una guerra es la verdad?

No hay duda de que es una pregunta tan inquietante como fascinante. Lo es desde tiempos inmemoriales. Es fácil adentrarse en la filosofía y la moral, pero no hay nada más inmoral y terrible que una guerra. A su lado llega el horror, las muertes, los heridos y la destrucción. Nada puede ser más irracional y contrario a lo que entendemos por humanidad. Es bueno recordar, como escribió el dramaturgo Esquilo de Eleusis, que “nada sabe de calamidades quien no las ha tenido de enemigas”. Las cómodas sociedades occidentales nada sabemos de los conflictos bélicos más allá de las informaciones e imágenes que damos a conocer los medios de comunicación. Unos pocos las han vivido de primera mano, porque son corresponsales de guerra, militares, sanitarios, diplomáticos, colaboradores de ONGs, religiosos… El resto, simplemente, recibimos la información, más o menos veraz, y nos sentimos sobrecogidos desde la cómoda distancia de los salones de nuestras casas. La utilización de la propaganda y la mentira, que no tienen por qué ser lo mismo, son un claro e importante instrumento militar desde hace muchos siglos. En los tiempos de la globalización han adquirido un papel todavía más decisivo, porque sirven para influir en la sensibilidad de las sociedades democráticas.

La URSS y la Alemania de Hitler coincidieron en su extraordinaria capacidad propagandística. No se puede cuestionar el talento, desgraciadamente, que mostraron y que sirvió para defender su monstruoso comportamiento. Por supuesto, la publicidad, con sus edulcorados mensajes y su apelación al patriotismo, fue algo que hicieron los aliados en las dos guerras mundiales. En la Primera fue básicamente la prensa, mientras que en la Segunda se incorporaron la radio y el cine. Con la Guerra Fría se utilizó la televisión y en la actualidad tenemos los medios digitales que son fascinantes autopistas de la información y la desinformación. La avalancha de noticias es tan impresionante como abrumadora, hasta el extremo de que resulta difícil discernir dónde se encuentra la verdad. Es un concepto tan amplio e interpretable, que es difícil saber cuándo es indudable, clara y sin tergiversaciones. Todo el mundo tiene su verdad. Por eso, es la primera víctima de una guerra.

La agresión rusa contra Ucrania ha quedado consagrada como una verdad incuestionable, donde un país soberano es invadido por un dictador que actúa de forma irracional y que está dispuesto ha provocar, incluso, una guerra nuclear. Nuestra lectura no puede ir más allá, salvo que alguien quiera asumir la condición de “amigo” de Putin y por tanto sufrir una campaña de desprestigio brutal. He de reconocer que la simplificación de las cuestiones complejas me produce una profunda irritación. Es cierto que, en estos tiempos, en los que reinan las redes sociales, es difícil analizar nada en profundidad, porque una noticia se ve sustituida rápidamente por la siguiente. Hemos asumido la cultura de la inmediatez y la superficialidad como algo normal, cuando es tan absurdo como irracional. Hace unas semanas estábamos sobrecogidos por la tragedia en Afganistán, pero hace mucho que ha desaparecido de nuestra agenda informativa. No nos importa lo que sucede en un país tan lejano. Ahora estamos ocupados con Ucrania y la solidaridad es inmensa, porque es la forma que tenemos de acallar nuestras frágiles conciencias. Es este caso, además, es una guerra que está en nuestras fronteras y podemos simplificar lo que sucede en el eje de buenos y malos.

La propaganda es un concepto muy antiguo que ha sido utilizado por naciones e instituciones al servicio de sus intereses. El uso de noticias falsas, que ahora se expanden con gran facilidad gracias a la proliferación de medios digitales, es muy útil en todos los terrenos, aunque sea una práctica deleznable. Todos los días somos bombardeados por comunicaciones persuasivas que nos animan a comprar productos y la información también lo es. La ficción, en series, novelas y películas, también resulta muy eficaz para establecer ideas o estereotipos políticos. Un ejemplo de ello es la percepción que ofrecen de la gente de que no es de izquierdas o la apropiación de palabras al servicio de los partidos políticos. La política española está llena de manipulaciones y mentiras que son aceptadas, porque es lo que mucha gente espera oír. No hay nada mejor para descalificar al adversario o movilizar a tus seguidores.

Rusia ha perdido la guerra de la propaganda, aunque finalmente derrote a Ucrania. Los europeos, incluidos los estadounidenses que forman parte de ese concepto amplio que podemos denominar civilización europea, somos los que más países hemos invadido a lo largo de la Historia de la Humanidad. Estados Unidos es una gran democracia, pero lo ha hecho siempre que le ha convenido e incluso su origen está en la invasión de un territorio que no era británico, español, francés u holandés, sino de una población indígena que fue brutalmente masacrada. Por supuesto, invadimos América, África, Asia y Oceanía en nombre, sobre todo, de la codicia, que es uno de los motores que nos inspiran. La excusa siempre ha sido que teníamos que civilizar, aunque nunca preguntamos si sus habitantes querían ser civilizados. La actuación de Putin no tiene ninguna justificación. Es bueno aclararlo, porque empezó con Crimea y ha seguido, finalmente, con el resto de Ucrania. Ni siquiera se ha molestado en utilizar la propaganda, la guerra psicológica o la desinformación, como era habitual en la URSS. Ha actuado con la misma lógica que se aplicó en las invasiones de Hungría, para acabar con la Revolución de 1956, o de Checoslovaquia, el 20 de agosto de 1968 para aplastar la Primavera de Praga. El objetivo era reponer el poder comunista tal como quería Moscú y aplastar la libertad. Ahora sucede lo mismo.

La Duna aprobó el 4 de marzo por unanimidad una nueva ley que incluye un nuevo artículo en el Código Penal por el que se prevé penas de hasta 15 años de cárcel por difundir lo que las autoridades rusas puedan considerar “información falsa” sobre la guerra de Ucrania y que entró en vigor tras ser firmada por el presidente Putin. El presidente de la Duma, Vyacheslav Volodin, afirmó que “Esta ley refuerza con castigos muy duros a todos los que mientan o hagan pronunciamientos que desacrediten nuestras fuerzas armadas”. Esto provocó que numerosos medios de comunicación dejaran de informar temporalmente desde Rusia. Entre ellos estuvieron, entre otros, las televisiones británica BBC, estadounidenses CNN, ABC y CBS, la agencia Bloomberg, los canales estatales alemanes ARD y ZDF, la italiana RAI, la canadiense CBC, las españolas EFE y RTVE. La desinformación se convirtió, una vez más, en un arma de guerra. La ley amplia las penas de prisión, con máximas de hasta 15 años, “por la difusión deliberadamente falsa de información” sobre las actividades de las fuerzas armadas “durante el desempeño de sus funciones para proteger a los ciudadanos y al Estado”. La condena mínima será de tres años. En caso de difundirla la “desinformación” a través de redes sociales e internet, agravaría a entre cinco y diez años, mientras que si el contenido “ha tenido consecuencias socialmente peligrosas” alcanzaría la pena máxima de hasta quince años. La justificación de la medida se sustentó en la “gran cantidad de desinformación” que buscaría desacreditar al Ejército ruso.

La BBC fue el primer medio que decidió suspender su actividad en Rusia y su director general, Tim Davie, señaló que “esta ley criminaliza la labor del periodismo independiente” y añadió que “no nos dejan otra opción que suspender temporalmente el trabajo de los periodistas en Rusia, mientras evaluamos sus implicaciones y el riesgo a que puedan ser incriminados por realizar su trabajo. Quiero rendir homenaje a todos ellos por su coraje, su determinación y su valentía”. Esto no significó que dejara de funcionar el servicio en ruso de la BBC, que seguiría haciéndolo desde Rusia. En esa misma línea de controlar la comunicación, el regulador ruso de las comunicaciones bloqueó ese mismo día a Facebook y Twitter como respuesta al veto de la Unión Europea a los medios oficiales rusos Russia Today y Sputnik porque los consideraba parte de la maquinaria de guerra rusa.

La libertad de prensa: de la restauración a la actualidad (1874-2022). Discurso realizado por Excmo. Sr. Dr. D. Francisco Marhuenda García en el Acto de su Toma de Posesión como Académico de Número el día 16 de marzo de 2022.

Francisco Marhuenda es catedrático de Derecho Público e Historia de las Instituciones (UNIE).