Argentina

La tragedia de Argentina

«Lo que resulta reprobable es que el oficialismo intente utilizar lo sucedido»

A lo largo de la Historia, numerosas figuras políticas han sido asesinadas o se ha intentado hacerlo. En nuestro país, cinco presidentes del Gobierno murieron en atentados realizados por anarquistas, republicanos o etarras. Es el caso de Juan Prim, Cánovas del Castillo, José Canalejas, Eduardo Dato y Luis Carrero Blanco. El mismo día que Alfonso XIII y la princesa Victoria Eugenia de Battenberg contraían matrimonio, el anarquista Mateo Morral lanzó una bomba desde el balcón de la pensión en la que se hospedaba, el cuarto piso del número 88 de la calle Mayor de Madrid. El regicidio fracasó, pero mató a 25 personas y provocó más de cien heridos. En la planta baja hay un restaurante, Casa Ciriaco, donde comía todas las semanas con mis queridos amigos Íñigo Cavero, que presidía el Consejo de Estado, y Tomás Zamora, secretario general del Defensor del Pueblo. El dueño del restaurante lo era, también, del tristemente famoso piso. Muchas veces dijimos de ir a visitarlo, pero nunca lo hicimos. Como muestra del fanatismo de los idealizados republicanos, durante la Guerra Civil, la calle Mayor se renombró poniendo el nombre del asesino y se retiró el monumento a los inocentes fallecidos en el atentado.

Es una muestra de la curiosa «memoria histórica» de un sector de la izquierda hispana. Es repugnante, pero no hay que sorprenderse, porque en el País Vasco se siguen haciendo homenajes a los pistoleros de ETA y el líder de Bildu, Arnaldo Otegi, y sus camaradas se están beneficiando del blanqueamiento gubernamental. Ahora son interlocutores legítimos y sus diputados resultan muy útiles. ETA fue derrotada por la democracia, pero los demócratas del PSOE tienen más interés por la Guerra Civil y el Franquismo que por las atrocidades de la banda terrorista. Hay memorias que resultan tan frágiles como interesadas. No soy psicólogo y reconozco que no es fácil entrar en la mente de los criminales, entre los que incluyo, por supuesto, a los que perpetran atentados por intereses políticos. Están también los que matan a famosos, como Versace o Lennon. Todos ellos son escoria, aunque algunos consiguen blanquearse o incluso alcanzan el poder político y se convierten en interlocutores legítimos. El espectro es muy amplio. Los gobiernos, incluidas las grandes democracias, han asesinado en nombre de la libertad, para acabar con terroristas, sin que haya sido necesario ningún procedimiento judicial, o imponer regímenes afines. En ese caso son «enemigos» y por tanto se les puede ejecutar. Un ejemplo de esa estrategia de acabar con quien resulta incómodo es lo que hizo Arabia con el periodista Jamal Khashoggi. Fue un crimen repugnante, pero nadie quiere enfadar al mayor productor de petróleo del mundo.

En esto de los crímenes, entendido en un sentido amplio, desde el individual al colectivo, desde las guerras legítimas a las ilegítimas, hay una enorme hipocresía. Por supuesto, las democracias tenemos una superioridad moral que se traduce en que se pueden realizan operaciones «quirúrgicas» para librarse de enemigos, porque son los malos. Otro aspecto es cómo se contempla la figura de los criminales. Los europeos consideramos a Stalin un monstruo, que lo fue, pero los rusos lo ven de forma distinta e, incluso, en Sochi, el lugar de veraneo de Putin, tienen como centro de «peregrinación» la dacha que utilizaba. Hay muchos criminales que han muerto siendo glorificados por sus contemporáneos y otros, que perdieron el poder, tuvieron que ir al exilio o fueron ajusticiados.

La vicepresidenta argentina, Cristina Kirchner, sufrió el viernes un intento de magnicidio que, afortunadamente, fracasó. Es un riesgo que tienen los políticos de manos, generalmente, de desequilibrados que aprovechan algún fallo en el dispositivo de seguridad para intentar el asesinato. Unas veces lo consiguen y otras no. En muchos casos no hay un componente político. Por ello, es un despropósito que se intente utilizar por fines estrictamente partidistas.

Por supuesto, en otros existe una motivación ideológica. En la lucha contra las dictaduras, ha sido un instrumento que se ha considerado legítimo para acabar con el déspota o sus colaboradores más destacados. En sentido contrario, también en los golpes de Estado para acabar con las democracias, como sucedió en Chile en 1973, se asesina al presidente legítimo, en este caso Salvador Allende, para no dejar cabos sueltos. Es parte de la técnica de un pronunciamiento militar, porque acaba con la estructura política surgida de las urnas. Tras los procesos de descolonización, con la aquiescencia de las antiguas metrópolis, sucedió en numerosas ocasiones, porque era fundamental mantener el control económico y político. Lo mismo hacía la Unión Soviética y sus seguidores. El ser demócrata era una profesión de alto riesgo.

Kirchner ha salvado su vida gracias a la impericia del hombre que le apuntó con su pistola a pocos centímetros de su rostro, ya que apretó el gatillo dos veces, pero, a pesar de estar cargada con cinco balas, su arma no se disparó. Lo que ahora resulta reprobable es que el oficialismo intente utilizar lo sucedido. La tragedia se evitó, pero lo que ha venido luego muestra la profunda división de la sociedad argentina. No tiene ningún sentido hacer una protesta en «defensa de la democracia», porque no era un atentado con motivaciones políticas o la acción concertada de una organización. Un suceso aislado no puede ser elevado de categoría. Kirchner y sus seguidores quieren aprovechar la oportunidad para que sea una cortina de humo que sirva para esconder o deslegitimar las acusaciones de la fiscalía por presunta corrupción. Esto es algo que ha acompañado a la vicepresidenta y su fallecido marido, expresidente de la República, a lo largo de sus carreras. Las enormes fortunas que amasaron, tanto ella como sus familiares y amigos, son escandalosas. La polarización de la sociedad argentina es una tragedia para un país maravilloso que sufre, desde hace décadas, un movimiento populista como el peronismo.