El ambigú

Charlie y la fábrica de cancelaciones

El combate es entre autoritarios y liberales, y el espacio en el que se libra es el de la libertad ajena

Una editorial británica ha comenzado a publicar los libros de Roald Dahl en ediciones corregidas que eliminan cualquier tipo de lenguaje que pueda resultar ofensivo. Los cambios son un acto puro de censura flagrante, como ya están denunciando muchos creadores contemporáneos, incluido Salman Rushdie, alguien que ha pagado casi con su vida su resistencia a la intolerancia. La censura, que debemos interpretar como una medida preventiva frente a la dichosa cancelación, lanza un peligroso mensaje a los creadores del presente para que tomen nota de que su misión consiste únicamente en no ofender a nadie, y avisa del riesgo de que, si se impone esta forma de revisionismo retroactivo, maquillando con los valores o desvalores del presente las creaciones e incluso los hechos del pasado, se producirá una manipulación de la historia, convirtiendo el pasado de la humanidad en un mundo aséptico y perfectamente expurgado, salvo que convenga exagerar, si las conveniencias resultan otras.

El problema es serio, porque estamos ante una conducta que está logrando materializar, en el seno de sociedades democráticas, los mayores anhelos de los peores totalitarismos y el puritanismo de toda la vida. Por eso es imprescindible que digamos «no», alto y claro, a la cultura de la cancelación que está imponiendo una izquierda autoritaria desprovista del contrapeso de la izquierda liberal, quizás porque ésta ya ha sido debidamente cancelada. La intolerancia empieza a enseñorearse de internet y de no pocos espacios públicos y mediáticos. La mera idea de que quien sostenga ideas heréticas respecto a la religión del progresismo ha de ser anulado mediante la censura y el linchamiento debería alertarnos sobre el carácter inquisitorial de un movimiento muy peligroso. Se corrige a Mark Twain un día, y al siguiente a Dahl. Más tarde, con una acusación no probada, ni siquiera judicializada, se consigue que grandes estrellas de la música o el cine salten en pedazos. Da lo mismo que sean culpables o inocentes. El señalamiento anónimo es suficiente para que desparezca la presunción de inocencia o el derecho a la defensa. A fin de cuentas, ellos deciden qué es un crimen y qué es una heroicidad, porque, además de trastocar los códigos penales como si fueran un sudoku de intereses sectarios, aplican eficazmente sus doctrinas de pensamiento único y control social

Lo que toca es resistirse. Empecemos por decir que nadie es un fascista sólo por discrepar de ellos. Y no lo llamemos guerra cultural, porque no se trata de defender la guerra, sino la cultura, la tolerancia y el respeto. Dejemos claro que el combate es entre autoritarios y liberales, y el espacio en el que se libra es el de la libertad ajena. A esos autoritarios canceladores y censores lo primero que debemos decirles es que el miedo a opinar por temor a ser avergonzados o humillados mutila la libertad de expresión, reduce los debates y extiende la cultura del odio y la intolerancia. Lo segundo, que sólo se representan a sí mismos, y que nada les ampara para decidir que ellos representan, menos aún de forma exclusiva, a ningún colectivo que ellos crean defender con su comportamiento intolerante. Lo tercero, que nos dejen ser traviesos, que permitan el mal gusto, que disfruten de la escritura de nuestros antepasados, y que dejen a los niños leer «Charlie y la Fábrica de Chocolate» exactamente como fue concebida. No creo que sea mucho pedir, somos tributarios de la historia tal cual aconteció y no cómo hubiéramos querido que fuera, y mucho menos para caer en el orwelliano ministerio de la verdad y su neolengua que tanto gustan a la izquierda falsoprogresita.