Marta Robles

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La Razón
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Uno no sabe lo diferente que es hasta que le duele algo distinto, de lo que nadie comparte síntomas ni remedios y que ni los médicos saben diagnosticar. Y uno no imagina lo solo que se está cuando se es así de diferente, hasta que comprueba que incluso en las enfermedades hay que parecerse a los demás, si se quiere atención de la sociedad. Padecer esclerosis tuberosa, síndrome de Rett, paraparesia espástica familiar, aniridia o osteogénis imperfecta, por poner sólo algunos ejemplos, no sólo conlleva severas disfunciones, que suelen impedir disfrutar de una vida normal, sino que implica el sufrimiento añadido de estar preso de una «enfermedad rara»; o lo que es lo mismo, de verse aquejado de un mal tan poco común como para que no se destinen a su investigación los recursos suficientes para curarlo, si es posible, o al menos para mejorar la calidad de vida del enfermo. Estas dolencias, generalmente terribles y casi siempre sin solución –al menos conocida, precisamente por los escasos dineros que se dedican a ello–, suelen aparecer en la infancia y desaparecer en ella tras la muerte de quienes las sufren. Los padres, hermanos, familiares más o menos cercanos y personas solidarias conocidas y anónimas que conviven con estos enfermos suelen llevar vidas agotadoras en las que no cabe la flaqueza ni al borde de la muerte ni pasada la frontera. Muchos de ellos, tras un fatal desenlace, siguen dedicándose para siempre a buscar financiación, para que la investigación del mal que se ha llevado a su ser querido evite que pueda hacer lo mismo con otros, igual de diferentes y, por ese motivo, con menos posibilidades que los demás...