El canto del cuco

Fue posible la concordia

Eran tiempos en los que los presidentes dimitían si notaban que habían perdido la confianza del Rey o del pueblo. Pensaban con razón que así no podían gobernar

Tengo en un lugar destacado de mi biblioteca la edición príncipe de la Constitución de 1978, que me envió a casa, con una cariñosa tarjeta personal, el entonces presidente del Congreso de los Diputados, Fernando Álvarez de Miranda. La saco de su estuche. Vuelvo a abrirla. Observo que sus hojas están primorosamente cosidas con hilos de colores rojos y amarillos, como la bandera. No es un detalle insignificante. Mientras repaso cuidadosamente sus páginas como si fueran un texto sagrado, recuerdo aquella clara y fría mañana de diciembre en que acudí con mis hijos pequeños de la mano a votarla, tal día como hoy, en el colegio cercano a la Ciudad de los Periodistas. Había que hacer cola y la gente estaba contenta. Pronto cumplirá medio siglo y todos hemos envejecido. Aquella emoción política ha derivado en discordia o indiferencia, y aumentan los detractores a derecha e izquierda.

Dentro de esta edición especial de la Constitución, que guardo como un tesoro, hay una carta personal de Adolfo Suárez, enormemente generosa, en la que se despide como presidente del Gobierno. Eran tiempos en los que los presidentes dimitían si notaban que habían perdido la confianza del Rey o del pueblo. Pensaban con razón que así no podían gobernar. «Estas líneas son de gratitud –me dice–. Por el apoyo moral que, desinteresada y noblemente, quisiste prestar siempre, desde tu observatorio periodístico, a una labor que no ha tenido más objetivo que el pueblo español». Andando el tiempo, Suárez y yo publicaríamos juntos en Espasa un libro en el que él puso el texto –sus discursos y declaraciones– y yo el contexto o hilo del relato. Se titula «Fue posible la concordia». El título lo ideé yo después de darle muchas vueltas, y acabaría convertido en el epitafio de su tumba. Esta Constitución que tengo entre mis manos es, en efecto, la de la concordia. Esa es su virtud.

En el prólogo del libro que digo, escribe Suárez: «A nadie he considerado nunca “enemigo”. No creo que la política consista en una dialéctica de hostilidad». Y más adelante insiste: «He procurado desarraigar, allí donde he estado, los malos y viejos hábitos hispanos del miedo al poder, de la prepotencia, el dogmatismo, la cobardía, el ensimismamiento y la desilusión». Pero, a pesar de la fundamental contribución de la Constitución del 78 a la concordia, Suárez era consciente del peligro de volver a las andadas. Creía que «la poda de la mala hierba que, desde hace siglos, crece entre nosotros (...) es tarea de varias generaciones». Así parece, por lo que estamos viendo.