Sociedad

Religion

Más allá del entusiasmo

Textos de oración ofrecidos por el sacerdote – vicario parroquial de la parroquia de La Asunción de Torrelodones, Madrid

Religiosas salen al balcón con ramos y palmas en domingo de Ramos, en confinamiento.
Religiosas de San José de Cluny se asoman a las ventanas de su capilla el pasado año el Domingo de Ramos.Lavandeira jrEFE

Lectio divina para este Domingo de Ramos

Recientemente me comentaba una persona asidua a la iglesia que está perdiendo el entusiasmo por asistir a las celebraciones litúrgicas y hasta por rezar en esta Semana Santa, debido a la suspensión de las procesiones que tenemos que acatar. Comprendo su decepción al verse impedida a celebrar estos días como lo venía haciendo hasta ahora; sin embargo, no puedo dejar de preguntarme lo que ese “perder el entusiasmo” nos señala sobre el origen y el sentido de la misma Semana Santa. Sobre esto precisamente nos enseña el Domingo de Ramos:

«Cuando se acercaban a Jerusalén, por Betfagé y Betania, junto al monte de los Olivos, Jesús mandó a dos de sus discípulos, diciéndoles: “Id a la aldea de enfrente y, en cuanto entréis, encontraréis un pollino atado, que nadie ha montado todavía. Desatadlo y traedlo. Y si alguien os pregunta por qué lo hacéis, contestadle: “El Señor lo necesita, y lo devolverá pronto”. Fueron y encontraron el pollino en la calle atado a una puerta; y lo soltaron. Algunos de los presentes les preguntaron: “¿Qué hacéis desatando el pollino?”. Ellos les contestaron como había dicho Jesús; y se lo permitieron. Llevaron el pollino, le echaron encima los mantos, y Jesús se montó. Muchos alfombraron el camino con sus mantos, otros con ramas cortadas en el campo. Los que iban delante y detrás, gritaban: “¡Hosanna! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor! ¡Bendito el reino que llega, el de nuestro padre David! ¡Hosanna en las alturas!”» (Marcos 11, 1-10).

Hubo un gran entusiasmo cuando Cristo entró por última vez en Jerusalén; sin embargo, pocos días después ese fervor se trocó en un estrepitoso rechazo. Después de las aclamaciones de “Hosanna”, en la ciudad santa resuena el veredicto del: “¡Crucifícale! ¡Crucifícale!”. ¿Qué ocurre allí? ¿Cómo fue posible este cambio tan drástico? Porque fueron distintas las personas que pronunciaron estas palabras. Las aclamaciones fueron de los peregrinos que llegaban a Jerusalén para la fiesta de la Pascua, mientras que los que clamaron por su condena fueron sus propios residentes. Es decir, Dios vino a los suyos, y los suyos no le recibieron, como sucedió ya en el nacimiento del Mesías, cuando los magos venidos de lejos y los últimos del pueblo sí supieron reconocerle, mientras que los habitantes de Jerusalén no dieron ni un paso para ir a adorarle.

El amor es muy distinto al entusiasmo. Aunque este puede aparecer al inicio y en algunos episodios de un auténtico amor, no le es imprescindible. Esto lo contemplamos de manera fehaciente en la Semana Santa, cuando la medida del amor queda determinada por el dramatismo de la lucha de Cristo y su entrega total de sí a la voluntad de Dios y la redención de los hombres, tal como lo revelan sus hondas peticiones al Padre tanto en su agonía en el huerto como en la misma cruz: «Si es posible, aparta de mí este cáliz, pero que no se haga como yo quiero, sino como quieres tú»,  «Perdónalos, que no saben lo que hacen» (Lucas 22, 42; 23, 34). Así traza Cristo el criterio que verifica el amor, el cual nos mueve a preguntarnos hoy: ¿Mi amor a Dios va más allá del entusiasmo externo y nace en lo más hondo de mí mismo? ¿Estoy dispuesto a pasar, por Cristo, con él y en él, a la adoración en espíritu y en verdad, sostenida en la aceptación de la voluntad de Dios y la ofrenda de mí mismo en favor de muchos?

Puedes decir que amas a Dios cuando lo exterior te mueve a ello y  sumas tu voz a un coro que te hace repetir bellas expresiones, pero que aún deben ahondar en lo más profundo de ti. Porque si ese amor no se ha forjado en la fragua de la fe, la esperanzada entrega de ti mismo y la purificación  del dolor, aún te quedarás en lo superficial. Pero si estás dispuesto a dar ese paso interior podrás volver a las expresiones externas, cuando y como Dios quiera, ya no con un mero entusiasmo, sino con ardiente amor. Así lo visible estará edificado sobre lo que interiormente le da consistencia y solidez. Tu entusiasmo no mudará fácilmente en indiferencia, sino que será expresión de una fe probada y honda, y por eso mismo, capaz de mover montañas. Que en esta Semana Santa crezca ese amor crezca en ti y entre los tuyos a través de la oración personal y en familia, vinculada sacramentalmente a la liturgia de la Iglesia, que sí podremos celebrar, para descubrirla como fuente, centro y cima de la existencia cristiana. Que así nuestra experiencia pueda hacerse testimonio de resurrección para quienes, aun sin saberlo, anhelan pasar de la indiferencia al sentido, de la muerte a la vida.