Religión
Dios único, pero más allá de unos pocos
Textos de oración ofrecidos por el sacerdote – vicario parroquial de la parroquia de Santa Ángela de la Cruz, Madrid
Lectio divina de este domingo XXVI del tiempo ordinario (Marcos 9, 38-48).
Una vez purificada la pretensión de los apóstoles de ser los primeros, hoy quieren ser los únicos: «En aquel tiempo, Juan dijo a Jesús: “Maestro, hemos visto a uno que echaba demonios en tu nombre, y se lo hemos querido impedir, porque no viene con nosotros». Cristo trastoca esa antigua actitud de segregar, discriminar, del tipo: “No es de los nuestros”, “No piensa como nosotros”. Eso es lo accidental, mientras que Dios es el Ser, que todo sostiene, permea, potencia y trasciende. Cada criatura sobre la tierra, de las cuales el ser humano tiene una vocación más elevada, por ser imagen de Dios, puede participar por gracia de ese ser eterno. Este se ha revelado y hecho cercano a todos en Jesús, en quien lo humano se llena de lo divino. Por eso, ante los celos de sus discípulos porque otros invocaban su nombre para obrar maravillas, él responde: «No se lo impidáis, porque quien hace un milagro en mi nombre no puede luego hablar mal de mí. El que no está contra nosotros está a favor nuestro».
Lo que Dios ha hecho acontecer en Cristo sobrepasa todo límite humano, incluso aquella realidad humano-divina, que es la Iglesia como entidad visible. Es decir, la Iglesia en cada una sus concreciones específicas, como cada familia cristiana, cada comunidad instituida y cada creyente en particular. Las gracias con las que Dios bendice a estas no pueden quedarse en sí mismas, encerrándose en sus miembros e inmovilizándose en un momento fijo, sino que son para ofrecerlas y hacerlas crecer por el amor que siempre va más allá y genera nueva vida, desafíos y oportunidades. Recordemos que “Creced y multiplicaos” es la primera consigna que Dios da al ser humano. Esto alcanza su cristalización más límpida en la Iglesia, donde mientras más doy, más soy, y cuanto más ofrezco, más crezco. Los dones que aporta un cristiano particular son probados, purificados y potenciados en la comunidad. Porque así como los apóstoles no podían limitar la fuerza del nombre de Cristo, de igual modo la Iglesia, que nace con ellos, no puede retener para sí las gracias recibidas de su divino fundador. Lo que Dios da es para que siga ofreciéndose, y en la medida en que lo hacemos nos alineamos en esa espiral creativa y expansiva que es su amor derramado sobre el mundo.
Ahora bien, en este dinamismo lo que la Iglesia no puede es dejar de ser ella misma adulterándose con las corrientes del tiempo y con intereses parciales. Es decir, no puede dejar de ser el corazón pulsante que atesora y ofrece la presencia auténtica y perenne de Cristo. Porque si la sal deja de ser sal, no serviría más que para tirarla por tierra y que sea pisoteada; si se escondiese la luz por miedo o se plegara sobre sí misma por egoísmo, se extinguiría en su ofuscación. De ahí la llamada a una continua conversión, penitencia, reparación y superación de nosotros mismos hacia Cristo, que es el mismo ayer, hoy y siempre. Ante su Persona, dejamos perder lo que desvirtúa lo genuino de nuestra misión, que es anunciar su nombre con todas sus exigencias y sin rebajas: «Si tu mano te induce a pecar, córtatela: más te vale entrar manco en la vida, que ir con las dos manos a la gehenna, al fuego que no se apaga. Y, si tu pie te induce a pecar, córtatelo: más te vale entrar cojo en la vida, que ser echado con los dos pies a la gehenna. Y, si tu ojo te induce a pecar, sácatelo: más te vale entrar tuerto en el reino de Dios, que ser echado con los dos ojos a la gehenna, donde el gusano no muere y el fuego no se apaga».
En nuestros días la piedra de toque del anuncio cristiano probablemente no esté en si se pronuncia o no el nombre del Salvador, pues en una sociedad en la que todo da igual, curiosamente puede ser colocado el nombre de Jesucristo como un accesorio más dentro del catálogo de ofertas a buen mercado. En efecto, circulan tantas caricaturas de un Cristo dulcificado o inocuo que poco tienen que ver con el fiero Maestro que venció al demonio en el desierto y con lágrimas y gritos sudó sangre en el huerto, con el amigo exigente y noble que reprendía a sus discípulos y les lavaba los pies cuando correspondía, el que reconcilió los cielos y la tierra con el sacrificio de sí mismo en la cruz. Por eso, para quien en verdad cree en él y quiere hacerle amar, se presenta el reto de dar testimonio de su nombre con todas sus implicaciones y sin disminuir sus exigencias. A los apóstoles debió quedarles claro que si ellos no correspondían a esto, Dios realizaría su obra más allá de su insuficiencia. Nosotros hemos de entender que a quien no honra su nombre, tanto por omitirlo como por contradecirlo con su propio pecado, también el evangelio de hoy le amonesta: «Más le valdría que le encajasen en el cuello una piedra de molino y lo echasen al mar».
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