Religión

Familia abierta al infinito

Textos de oración ofrecidos por el sacerdote – vicario parroquial de la parroquia de Santa Ángela de la Cruz, Madrid

Imagen del cuadro de Goya con la Sagrada Familia
Imagen del cuadro de Goya con la Sagrada FamiliaLa Razón

Meditación desde un cuadro de Goya

El padre mira a su hijo desde atrás de su mujer. Ambos son legítimamente suyos, pero no como acostumbramos. Le pertenecen porque él ha sido escogido para amarlos con un silencio tan elocuente que les hace libres a todos. Nada de posesión ni dominio. Todo él queda a la sombra como figura que sostiene y en quien los suyos pueden descansar. El niño puede retozar en el regazo de la madre como quien acostumbra al ser humano a acoger a Dios y habitúa a Dios a ser humanamente acogido. Con una mano, él sostiene el emblema de la vida, que es la cruz, a cuya sombra desarrollará sus días sobre la tierra hasta que convierta esa sombra en luz para todos. Con la otra, aferra la de su madre, que le coge sin poseerlo y le sostiene dejándole libre. Ese es su ofrecimiento y también la espada que atraviesa su alma. El niño es suyo y no lo es. Es mucho más. Ella es mujer de su marido, pero tampoco lo es del todo. Porque pertenece a Dios, que ha tomado total posesión de su ser, y cuando Dios toma algo nuestro es para dejarnos abiertos a mucho más. Por eso ella sigue vaciándose de sí misma, derramando su ofrenda purísima como un manto sobre el que Dios se posa, crece y explaya su mirada sobre todos. Delante de estos tres, que son uno en un inaudito amor, juguetea otro niño, ese que ya había saltado en el Espíritu Santo ante la visita de la Madre encinta. Es Juan, quien abrirá camino al Salvador con palabras de fuego y humildad de siervo. Él es el último de los profetas, que señalará al esperado Cordero que quita el pecado del mundo. En él estamos representados todos los que esperaron antes y todos los que hoy podemos contemplar al Hijo de Dios tan cercano y similar a nosotros. Él nos recuerda que podemos ser parte de este misterio gracias al Bautismo que una vez hemos recibido y cuya gracia hoy podemos renovar.

Esta pintura de Goya recoge todos los signos y la densidad del misterio que los cristianos celebramos en la Navidad. Se trata de Jesús, María y José, acompañados del más grande entre los nacidos de mujer. Entre ellos se teje una urdimbre de miradas y sonrisas que no se repliegan sobre sí mismas, sino que se interrelacionan entre ellas y se proyectan hacia otros puntos más allá del lienzo: nos miran a ti, a mí, a los que nosotros aún no somos capaces de ver y, sobre todo, miran al infinito. Es Dios quien sostiene y envuelve este cuadro, tan vivo y tan cercano como el mismo misterio de nuestras propias familias, que hoy estamos llamados a descubrir.

Démonos cuenta: Cristo no ha querido nacer en el seno de una familia para presumir de su perfección, sino para hacernos capaces de encontrar la presencia de Dios en esos que Él nos ha dado para que recibiéramos las primicias de su amor, y que están allí para que podamos corresponder hoy con un amor mayor, trabajado en nuestro personal esfuerzo y purificado por el sacrificio, la renuncia gozosa al egoísmo y la gratuidad de quien ofrece lo mejor de sí. Que entre los nuestros también las miradas se encuentren en la paz, el perdón y la celebración de la vida. Porque el Hijo de Dios se ha hecho hijo del hombre, nacido de una mujer y cuidado como hijo legítimo por un varón. El invisible, hecho visible en una familia según el orden querido por Dios. El Todopoderoso, necesitado del amor de unos padres. Él, Infinitamente libre, que ahora depende del cuidado de otros. Así muestra la verdadera grandeza del ser humano, que existe por el amor divino y está radicalmente necesitado del amor humano. Este adverbio no es casual, sino esencial, porque la necesidad del amor de los otros es la raíz de toda vida verdaderamente humana. Quien no crece en este amor simplemente existe, pero aún no es. ¿Qué haremos, entonces, ya que todos de alguna manera estamos aún necesitados de esta experiencia raigal en toda su pureza y toda su potencia? Pues volver a fijar nuestra mirada en esa comunidad de amor que Dios escoge para asumir nuestra condición humana, tan necesitada y anhelante de eternidad. Contemplemos el Amor divino revelado en la sencillez, fidelidad y valentía de san José, así como en la confianza y apertura a la gracia de la Virgen María. Presentemos la ofrenda de nuestra vida al Niño del Belén y volvamos a nacer desde él, tal como nos revela su evangelio: «El que no nazca de nuevo no puede ver el reino de Dios… Lo nacido de la carne, es carne; lo nacido del Espíritu, es espíritu» (Juan 3, 16). Por tanto, volvamos al nacimiento sobrenatural que Dios nos dio en nuestro Bautismo, cuando sanó las heridas de nuestra condición humana y nos concedió su gracia divinizadora. Hagamos que también en nuestra vida lo invisible se haga palpable, que lo eterno se manifieste aquí y ahora.