Religión

¿Me amas?

Textos de oración ofrecidos por Christian Díaz Yepes, sacerdote de la archidiócesis de Madrid

Mosaico de la Iglesia de la multiplicación de los panes y los peces, en Israel
Mosaico de la Iglesia de la multiplicación de los panes y los peces, en IsraelLa Razón

Meditación para el III Domingo de Pascua

Cristo quiere hacernos descubrir cómo y cuánto está presente en nuestra vida, sorprendiéndonos, iluminándonos y elevándonos a un nivel que nunca hubiéramos imaginado. Porque a la luz de la fe no existe la rutina, sino el trabajar siempre con nuevo impulso y mayores desafíos. No existe la frustración, sino la fuerza de Dios que nos hace superar nuestra debilidad. No más la culpabilidad que nos hunde, sino la responsabilidad de un amor mayor para rehacer lo que no hayamos vivido bien. Pregúntate entonces si cultivas una relación con Dios cercana y familiar o vives la religión como repetición rutinaria.

«En aquel tiempo, Jesús se apareció otra vez a los discípulos junto al lago de Tiberíades. Y se apareció de esta manera:

Estaban juntos Simón Pedro, Tomás apodado el Mellizo, Natanael el de Caná de Galilea, los Zebedeos y otros dos discípulos suyos. Simón Pedro les dice: “Me voy a pescar”. Ellos contestan: “Vamos también nosotros contigo”. Salieron y se embarcaron; y aquella noche no cogieron nada.

Estaba ya amaneciendo, cuando Jesús se presentó en la orilla; pero los discípulos no sabían que era Jesús. Jesús les dice: “Muchachos, ¿tenéis pescado?”. Ellos contestaron: “No”. Él les dice: “Echad la red a la derecha de la barca y encontraréis”. La echaron, y no tenían fuerzas para sacarla, por la multitud de peces.

Y aquel discípulo que Jesús tanto quería le dice a Pedro: “Es el Señor”.

Al oír que era el Señor, Simón Pedro, que estaba desnudo, se ató la túnica y se echó al agua. Los demás discípulos se acercaron en la barca, porque no distaban de tierra más que unos cien metros, remolcando la red con los peces.

Al saltar a tierra, ven unas brasas con un pescado puesto encima y pan.

Jesús les dice: “Traed de los peces que acabáis de coger”.

Simón Pedro subió a la barca y arrastró hasta la orilla la red repleta de peces grandes: ciento cincuenta y tres. Y aunque eran tantos, no se rompió la red.

Jesús les dice: “Vamos, almorzad”. Ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle quién era, porque sabían bien que era el Señor.

Jesús se acerca, toma el pan y se lo da, y lo mismo el pescado. Esta fue la tercera vez que Jesús se apareció a los discípulos, después de resucitar de entre los muertos.

Después de comer, dice Jesús a Simón Pedro: “Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que éstos?”. Él le contestó: “Sí, Señor, tú sabes que te quiero”.

Jesús le dice: “Apacienta mis corderos”.

Por segunda vez le pregunta: “Simón, hijo de Juan, ¿me amas?”. Él le contesta: “Sí, Señor, tú sabes que te quiero”.

Él le dice: “Pastorea mis ovejas”.

Por tercera vez le pregunta: “Simón, hijo de Juan, ¿me quieres?”.

Se entristeció Pedro de que le preguntara por tercera vez si lo quería y le contestó: “Señor, tú conoces todo, tú sabes que te quiero”.

Jesús le dice: “Apacienta mis ovejas.

Te lo aseguro: cuando eras joven, tú mismo te ceñías e ibas adonde querías; pero, cuando seas viejo, extenderás las manos, otro te ceñirá y te llevará adonde no quieras”.

Esto dijo aludiendo a la muerte con que iba a dar gloria a Dios.

Dicho esto, añadió: “Sígueme” » (Juan 21,1-19).

La experiencia de Pedro al ver morir atrozmente al Maestro tiene que haber sido demoledora. Sobre todo porque poco antes le había negado hasta tres veces, como el mismo Jesús le había anunciado. El que aparentemente había sido el discípulo más fuerte, entusiasta y comprometido, en el momento de la cruz se muestra como el más débil, desesperanzado y cobarde. Porque ante la cruz de Cristo caen todas nuestras máscaras y queda en evidencia la propia miseria. Pero es justamente esa miseria la que él ha venido a rescatar. En su cruz han sido clavadas nuestras negaciones, cobardías y pequeñez de alma. Por eso es el amor de Dios hasta el extremo. Deja ante ella todas tus miserias para que Él las redima. Preséntate ante Cristo, crucificado y glorioso, con toda humildad para recibir sus dones.

En la playa, Jesús ofrece a los apóstoles pan y pescado, esos mismos alimentos que un par de veces había multiplicado delante de ellos y les había mandado repartir entre sus seguidores. No se trata de meros alimentos: son signos. El pan remite al misterio del Sacrificio de la Eucaristía, en el que Cristo permanece con nosotros hasta el fin del mundo. Y el pez remite a los cristianos, que en los primeros siglos se reconocían con ese símbolo: ΙΧΘΥΣ (Ichthys, en griego), acróstico de Iēsous Christos Theou Yios Sōtēr —Jesús Cristo, Hijo de Dios, Salvador—. Llevar el nombre del “pez” es recononocerle como el Salvador. Al mismo tiempo, es abrazar una vocación: hacerlo presente hasta los confines del mundo.

No hay reproche en la triple pregunta del Señor, sino una pedagogía del amor. Áγαπᾷς με, ¿me amas? Pregunta el Maestro. Pedro responde con humildad herida: φιλῶ σε: Te quiero. Es a respuesta del humilde amor humano. Pero a Jesús le basta ese incipiente afecto para transformar a la persona. Es la lógica pascual: de la culpa a la vocación; de la negación a la reconciliación.

Hoy Cristo nos dice también a ti y a mí que cubramos con nuevo amor lo que nos haya faltado en el pasado. Si aún nos cuesta alcanzar ese nivel, al menos comencemos por decir al Señor que le queremos. Así él comenzará una nueva historia con nosotros.