
Religión
Cuestión de proporciones
Textos de oración ofrecidos por Christian Díaz Yepes, sacerdote de la archidiócesis de Madrid

Meditación para este domingo de la Ascensión del Señor
Lo había recapitulado todo. Había puesto todo en orden. Había manifestado la cercanía de Dios a la humanidad, había congregado una Iglesia y la había santificado con su total entrega en la cruz. Venció el mal y la muerte con su resurrección y se hizo ver por los suyos para llenarlos de fe. Ahora Cristo revela el lugar de cada uno, la proporción que corresponde entre lo humano y lo de Dios: «Levantando sus manos, los bendijo. Y mientras los bendecía, se separó de ellos, y fue llevado hacia el cielo» (Lucas 24, 50-51).
El cielo es esa realidad que nos atrae y fascina, a la vez que nos sobrepasa y no podemos abarcar. Por eso el ser humano tiende a señalarlo como la morada de Dios, que nos llama hacia Sí, al mismo tiempo que nos trasciende. De ahí que la ascensión de Cristo al cielo revele su más propia identidad. Él ha venido aquí, pero pertenece allá; se ha acercado a nosotros, pero no para que nos quedemos por siempre en lo terreno, sino para ampliar nuestro horizonte hacia lo eterno. Para alcanzarlo, hemos de recorrer y anunciar en esta tierra, como lo hizo él mismo, los caminos del reino de los cielos.
«Ellos se postraron ante él y se volvieron a Jerusalén con gran alegría; y estaban siempre en el templo bendiciendo a Dios» (Lucas 24, 52-53). Cuando Dios ocupa su lugar, el hombre ha de ocupar también el suyo. Y el lugar que le corresponde es el de la adoración y el anuncio. De esto se trata la adecuada proporción entre lo divino y lo humano: Dios es más, y nos llama hacia Él; nosotros aún no hemos crecido del todo, y le necesitamos para alcanzar nuestra realización. Para lograrla, hemos de reconocer nuestra pequeñez y adorar su grandeza, a la vez que le hacemos amar por muchos más, anunciando su compasión y la salvación que Él nos ofrece.
Aquí es donde debemos recordar la importancia de la virtud de la religión. Esta es inseparable del amor que se le debe a Dios por encima de todas las cosas, como ordena el primer mandamiento del Decálogo. Pero para ser más específicos al hablar de la virtud de la religión, hemos de recordar cómo la define santo Tomás de Aquino. Según el gran teólogo de todos los tiempos, esta virtud “pertenece al hábito por el cual el hombre se ordena debidamente a Dios. Tal ordenación pertenece al acto de la justicia, en cuanto se da a cada uno lo suyo. Sin embargo, a Dios se le da algo no porque lo necesite, sino porque nosotros lo necesitamos para someternos a Él con reconocimiento de su suprema excelencia y de nuestro sometimiento. Este reconocimiento se expresa mediante ciertos signos externos, que son actos de religión” (STh IIa IIdae 81, 1).
Los actos de religión, por tanto, son las formas más altas de la adoración debida a Dios. Tales actos son, por ejemplo, la piedad humilde al dirigirnos a Él, las genuflexiones ante el Santísimo Sacramento, que por desgracia se va perdiendo en muchos recintos sagrados, el cuidado por una liturgia digna y centrada en Dios, con el adecuado decoro en la vestimenta, la belleza de los lugares de culto y la música sacra con la debida nobleza de formas, universalidad y trascendencia. También entran aquí el recogimiento para la oración personal y el rezo en familia, cuidando los espacios y tiempos mejores de la vida diaria para elevar nuestras almas al Señor. En definitiva, todo lo que nos ayude a vivir la religión con hondura y propiedad hará que reconozcamos nuestra verdad, que es nuestra amorosa dependencia del Creador. Honrándole con el alma y con el cuerpo, nos elevaremos hacia aquello que supera toda proporción humana.
¿No son acaso las excesivas ambiciones de los seres humanos las que causan su infelicidad? ¿No es la soberbia de dejar de lado a Dios lo que nos ofusca en una existencia autolimitada, descomprometida e insensible? ¿No es acaso el apego a lo terreno lo que hace perder la perspectiva de lo eterno? Sobre todas estas cosas se eleva Cristo y nos invita a elevarnos con él, dirigiendo nuestra mirada hacia quien espera el anuncio de las maravillas de Dios. Porque con su ascensión, Cristo ha hecho entrar la naturaleza humana en el ámbito de lo divino, a lo creado en el abrazo del Creador. A nosotros nos corresponde, por tanto, adorarle como se merece, viviendo según lo que nos manda y dando testimonio del horizonte abierto por el único que salva al ser humano en su integridad, recibiendo de Él la gracia que nos hace verdaderamente grandes: su Espíritu de santidad.
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