Religión
Descender para elevarnos
Textos de oración ofrecidos por Christian Díaz Yepes, sacerdote de la archidiócesis de Madrid
Meditación para el domingo XXV del tiempo ordinario
«El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres, y lo matarán; y, después de muerto, a los tres días resucitará» (Mc 9,31). Estas palabras resuenan en Galilea, mientras Jesucristo, envuelto en el misterio de su misión, guía a sus discípulos hacia la revelación de su identidad y destino. Sin embargo, ellos no entienden, cegados por el temor. Porque el miedo al dolor nubla la vista del alma.
La travesía por Galilea es más que una ruta geográfica. Se trata de un viaje interior, una peregrinación hacia el corazón del misterio pascual. Jesucristo, consciente de la dureza del camino que le espera, opta por el silencio público para enfocarse en la formación de sus discípulos. «No quería que nadie se enterase, porque iba instruyendo a sus discípulos» (Mc 9,30). El divino Maestro, a través de gestos y palabras cercanas, prepara a los suyos para los eventos que cambiarán su historia personal y la de toda la creación.
El Evangelio nos introduce entonces en una escena familiar, en Cafarnaún, donde Cristo confronta a sus discípulos con una pregunta sencilla, pero incisiva: «¿De qué discutíais por el camino?» (Mc 9,33). El avergonzado silencio de los discípulos desenmascara su fragilidad. Habían discutido sobre quién entre ellos era el más importante, cayendo en la trampa de la ambición y el orgullo. Con esto quedan al descubierto unos corazones que aún no se han convertido al evangelio de la cruz. Todavía son pobres hombres que buscan la grandeza en el lugar equivocado. Así se nos revela tanto el camino de humildad que Dios escoge para salvarnos, como también que la ambición humana es el quicio enfermo que necesita ser sanado en cada uno.
La raíz de todo pecado es el orgullo, nos enseña san Agustín, y aquí vemos a los Apóstoles enredados en esta tentación primordial. La discusión sobre quién es el mayor entre ellos revela una visión distorsionada de la grandeza. Pero Cristo, con la autoridad de quien conoce los secretos del corazón, desbarata esta lógica mundana y les ofrece una lección que cuestiona toda comprensión natural: «Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos» (Mc 9,35). Desde la perspectiva de Dios, la grandeza no se mide por los éxitos exteriores, sino por la humildad quien ama.
La palabra clave de este evangelio es διάκονος (diákonos), que significa “servidor”. En el Reino de Dios, lo más alto se alcanza descendiendo, y la autoridad no se ejerce desde el trono, sino desde la humildad y el sacrificio. San Juan Crisóstomo nos enseña que «la humildad es la raíz, la madre, la nodriza, el fundamento y el vínculo de todas las virtudes». Jesucristo no solo enseña esto con palabras, sino que lo encarna plenamente, haciéndose el ”Divino Servidor”. Él desciende del cielo para elevar a la humanidad caída hasta Dios mediante su “ab-negación”, es decir, de la negación de sí mismo por amor a los otros. Todo su recorrido en la historia así lo revela, con sus milagros, palabras y gestos de cercanía. Desde la obediencia a sus padres terrenos hasta su ofrecimiento al Dios del cielo en el Calvario. Desde la entrega de su Cuerpo y su Sangre en la Última Cena, que adelanta los frutos de ese sacrificio para que se perpetúe hasta el fin de los tiempos en cada Eucaristía. Así nos enseña que la humildad no es lastimosa humillación, sino la llave que abre las puertas del cielo.
Para ilustrar su enseñanza, Jesucristo toma a un niño y lo coloca en medio de ellos. Este gesto está cargado de significado. En aquella sociedad, los niños eran los más insignificantes. Acogiendo a este niño, el Maestro desafía a sus discípulos a cambiar su visión de la grandeza. «El que acoge a un niño como éste en mi nombre me acoge a mí; y el que me acoge a mí no me acoge a mí, sino al que me ha enviado» (Mc 9,37). Así nos muestra que la verdadera grandeza se esconde en lo que el mundo considera de poco valor.
Siguiendo las huellas de san Francisco de Asís, al reflexionar sobre este pasaje, san Buenaventura señala que «ver a Dios en los pequeños es el primer paso para entender el misterio de la Encarnación». Por tanto, la verdadera sabiduría reside en la capacidad de ver a Dios en lo sencillo y humilde, en reconocer que el reino de Dios pertenece a los que se hacen como niños. Porque la humildad es la transparencia del alma que refleja a Dios.
Este evangelio es una llamada radical a la conversión, a un cambio de mentalidad y de corazón. Nos invita a abandonar las ambiciones terrenales, a dejar de lado el orgullo y la autosuficiencia, y abrazar el camino de la humildad y el servicio. En un mundo que exalta el poder y la fama, aquí se nos recuerda que el único camino hacia la eternidad es el de la cruz. Esta no es una condena, sino la oportunidad para servir y ser grande ante Dios.
Los seguidores de Cristo, que inauguró su Reino con su Pasión y muerte, no pueden ser de los que persiguen su propia exaltación. Hemos de ser discípulos forjados en el servicio. Como nos dice Santo Tomás de Aquino, «la humildad, que se inclina ante los demás, es la virtud que nos hace verdaderamente grandes ante Dios». En este amor hasta el despojamiento de uno mismo encontramos la verdadera grandeza que Dios nos promete. El que se inclina para servir, se levanta para reinar.
Jesucristo nos desafía a reconsiderar nuestras propias ambiciones y a preguntarnos si estamos dispuestos a seguirle en su despojamiento interior y, muchas veces, también exterior. Porque al final, el que acoge al más pequeño en su nombre, está acogiendo al mismo Dios. Es en ese gesto de amor donde encontramos la verdadera grandeza que hace grande al servidor.
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