Religión

Divina justicia

Textos de oración ofrecidos por Christian Díaz Yepes, sacerdote de la archidiócesis de Madrid

Divina justicia
Divina justicia José Javier Míguez Rego

Meditación sobre el evangelio de este V domingo de Cuaresma

«Yo tampoco te condeno. Anda, y en adelante no peques más». Con estas palabras Cristo deja ir en paz a la mujer sorprendida en adulterio. Ella hubiese merecido la lapidación, de haberse seguido las normas antiguas con una dureza mayor que las de las propias piedras que estaban por arrojarle. Con la misma indulgencia, Dios nos pone hoy delante la nueva vida que Cristo nos gana con su paso de la muerte a la gloria. Leamos con atención:

«En aquel tiempo, Jesús se retiró al monte de los Olivos. Al amanecer se presentó de nuevo en el templo, y todo el pueblo acudía a él, y, sentándose, les enseñaba. Los escribas y los fariseos le traen una mujer sorprendida en adulterio, y, colocándola en medio, le dijeron: “Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. La ley de Moisés nos manda apedrear a las adúlteras; tú, ¿qué dices?”. Le preguntaban esto para comprometerlo y poder acusarlo. Pero Jesús, inclinándose, escribía con el dedo en el suelo. Como insistían en preguntarle, se incorporó y les dijo: “El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra”. E inclinándose otra vez, siguió escribiendo. Ellos, al oírlo, se fueron escabullendo uno a uno, empezando por los más viejos. Y quedó solo Jesús, con la mujer, en medio, que seguía allí delante. Jesús se incorporó y le preguntó: “Mujer, ¿dónde están tus acusadores?; ¿ninguno te ha condenado?”. Ella contestó: “Ninguno, Señor”. Jesús dijo: “Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más”.» (Juan 8, 1-11).

La trampa estaba tendida. Si Jesús decía que lapidaran a la mujer, refrendaba la dureza con que los fariseos y escribas forzaban la Ley divina hasta su extremo más radical; pero si decía que la perdonaran, aparecería como un maestro laxo, que no seguía con fidelidad las leyes de su sociedad. Sin embargo, su inaudita respuesta apunta hacia el ápice de la respuesta humana a Dios.

El Salvador interpela directamente la conciencia de los justicieros. ¿Quién de estos podía considerarse libre de faltas como para condenar sin consideración a otro pecador? ¿Qué era peor, el adulterio de aquella mujer o la hipocresía de sus verdugos? Cristo no había venido para abolir ni relativizar la Ley divina, sino para llevarla a la plenitud, y para Dios la plenitud implica la misericordia como eje de su justicia. El Verbo eterno ha descendido a nuestra condición para rescatar todo cuanto se ha corrompido y necesita una nueva oportunidad. Él es quien viene a proclamar definitivamente que lo antiguo ha pasado y que Dios está haciendo algo nuevo, ¿No lo notamos? (Cf. Is 43, 19).

Ante nosotros queda abierto el reconocernos necesitados de una nueva oportunidad, superando cualquier actitud justiciera y retaliativa hacia los demás e incluso hacia nosotros mismos. Pero vayamos al quid del asunto: la oportunidad que Cristo ofrece no es una palmadita en el hombro. Es reconocerle a él como el Redentor que se ofrece a sí mismo por sacarnos del pecado que, de otra manera, nos merecía la muerte eterna. Su ponerse aquí entre la pecadora y sus verdugos es lo que él mismo hará desde la cruz, cuando se pone ante el pecado humano y la justicia de Dios, y suplica: «Padre, perdónales, que no saben lo que hacen» (Lucas 23, 34).

En el tramo final de la Cuaresma estamos llamados a descubrir la necesidad que tenemos de acoger la redención que solo Cristo nos podía ofrecer. Necesario es pasar con por su muerte al pecado y la oscuridad para alcanzar la luz de la vida verdadera.

En nuestro actual contexto en que la paz se encuentra tan amenazada, tenemos que volver a comprender que la paz verdadera solo se construye sobre la justicia, y la forma más alta de esta es asumir la que Cristo mismo ha ofrecido. Para alcanzarla, tenemos que volver hacia el centro personal de nuestra propia conciencia. Desde allí hemos de conocer y re-conocer a Cristo como nuestro Salvador y Reconciliador con Dios. Él nos hace reconocernos débiles y necesitados de ayuda, para entonces com-padecer a los demás y posibilitar nuevas oportunidades en vez de condenas sin salida. Por eso la indulgencia de Cristo ante la mujer adúltera es una enseñanza perenne para todos los que queremos vivir en la reconciliación y, desde ella, asentar las bases de la más alta forma de relacionarnos con los demás. ¿Estamos dispuestos a dejar caer nuestras piedras y recorrer este camino?