Oración

Autoridad

Textos de oración ofrecidos por Christian Díaz Yepes, sacerdote de la archidiócesis de Madrid

Autoridad
Autoridad José Javier Míguez Rego

Meditación para este IV domingo del tiempo ordinario

En el evangelio del domingo pasado Cristo anunciaba que su reino se ha acercado; ahora lo demuestra a través de uno de sus signos más fehacientes: la expulsión del mal del interior del hombre. Así revela cómo Dios vence al demonio, liberando sus dominios a través del amor que transforma la muerte en vida, la tiniebla en luz. Leamos con atención:

«En aquel tiempo, Jesús y sus discípulos entraron en Cafarnaún y, al sábado siguiente, entra en la sinagoga a enseñar; estaban asombrados de su enseñanza, porque les enseñaba con autoridad y no como los escribas. Había precisamente en su sinagoga un hombre que tenía un espíritu inmundo y se puso a gritar: «¿Qué tenemos que ver nosotros contigo, Jesús Nazareno? ¿Has venido a acabar con nosotros? Sé quién eres: el Santo de Dios». Jesús lo increpó: «¡Cállate y sal de él!». El espíritu inmundo lo retorció violentamente y, dando un grito muy fuerte, salió de él. Todos se preguntaron estupefactos: «¿Qué es esto? Una enseñanza nueva expuesta con autoridad. Incluso manda a los espíritus inmundos y lo obedecen». Su fama se extendió enseguida por todas partes, alcanzando la comarca entera de Galilea» (Marcos 1, 21-28).

Cristo revela la cercanía del reino de Dios no solo con palabras, sino también con señales que verifican lo que anuncia. Por eso sus palabras no son un mero decir, como tantas de las que corren por el mundo, sino que son eficaces y determinantes. Recordemos que él mismo es la Palabra por la que todo fue hecho y que sostiene el universo con su poder (Hebreos 1, 3). Es decir, tiene autoridad porque es el autor de cuanto existe, sin ambigüedad ni contradicción. Esta autoridad es la que le hace capaz de vencer al demonio, «padre de la mentira y mentiroso por naturaleza» (Juan 8, 44). ¿El demonio? Sí, no el mal como entidad abstracta, sino como ser personal; no como la mera deficiencia del bien, sino como la eficiencia de un ser vivo perverso y pervertidor, tal como enseñó san Pablo VI. Efectivamente, su existencia es tan cierta que aparece recurrentemente en el evangelio. Por eso, quien niegue o disimule la existencia del demonio está negando la revelación de Dios y se pone del lado de las mentiras y opacidades del mismo demonio. Porque así como este estuvo al inicio de la gran tragedia humana, el pecado original, con su engaño y seducción a nuestros primeros padres, a través del tiempo continúa acechando a cada hombre y mujer para someterlos y destruirlos.

Sin embargo, lo importante de este texto, como de todos los evangelios, no es tanto cómo actúa el demonio, sino cómo Cristo nos revela a Dios, que obra siempre el bien y, por eso mismo, es capaz de liberar de toda influencia y acción maléfica del demonio. Hoy se proclama dos veces que Cristo no actuaba como el resto de los maestros de la fe, que se quedaban tan cortos en sus disquisiciones, sino que actuaba con autoridad. Este término en el griego original es parresia”, que significa “decirlo todo”. Es decir, no callar por miedo ni compromiso, sino llamar las cosas por su nombre, con valentía y sin doblez, propios del que gozosa y pacíficamente sabe quién es en sí mismo y por eso puede definir con justicia las demás cosas. Por eso su sola presencia hace manifestarse a los espíritus del mal como lo que son: seres alevosos, dañinos y cobardes. Con ellos no hay diálogo posible, por lo cual Cristo se limita a ordenarles que callen y salgan del hombre. Posteriormente ese término fue traducido al latín como auctoritas, que proviene de augere, y que significa hacer crecer, fomentar. Por ejemplo, los padres tienen y deben ejercer la autoridad sobre sus hijos haciéndoles crecer, no solo en estatura, sino en virtud y en la fe. Todo cristiano ha de ejercer también la autoridad de tal condición haciendo crecer todas las cosas hacia la plenitud de Cristo en las almas y en toda la sociedad. Porque la autoridad de Cristo no se queda en los exorcismos puntuales que nos narran los evangelios. Estos son signos que demuestran que él derrota definitivamente el poder del demonio con su cruz y su resurrección. Por su Pascua, él ha desarmado al mal en sus propios dominios, que son la des-esperanza, la opresión y la muerte, sobre todo lo cual él hace brillar su amor hasta el extremo. Así da cuenta de que no solo está al inicio de todo, sino que todo lo completa y restaura. Ante esto no hay fuerza maligna que pueda oponer resistencia; el demonio se retuerce y se rinde en su maldad sobre el hombre.

Cuando vemos el mundo sometido al demonio, con sus idolatrías materialistas, hedonistas o de opresión sobre los otros, es hora de volver a tomar parte en el reinado de Cristo, que es el de la verdad y la vida, de la santidad y la gracia, de la justicia, la caridad y la paz, como dice el Misal Romano. Esto comienza en nosotros mismos cuando rechazamos con humildad y realismo todas las formas en que el demonio nos seduce y volvemos a afirmarnos en la fuerza de la fe, la audacia de la esperanza y la discreta omnipotencia del amor. Démonos cuenta de que hoy tenemos esa oportunidad.

Volvamos dentro de nosotros mismos y busquemos esos criterios y actitudes que aún quedan bajo el dominio del mal, especialmente esos pecados que originan muchos más, así como los que tanto nos cuesta vencer. Pongámoslos al pie de la cruz de Cristo, desde donde él ejerce su definitiva autoridad, y pidámosle que el poder de su resurrección impere donde no llega nuestra buena voluntad. Presentemos todo esto con el pan y el vino sobre el altar y dejemos que Dios nos abra allí las puertas de la libertad.