Oración

El toque divino

Textos de oración ofrecidos por Christian Díaz Yepes, sacerdote de la archidiócesis de Madrid

"Dream whithin a dream" Granada, 2014.
"Dream whithin a dream" Granada, 2014.Olga Simón e Ignacio Llamas

Meditación para este VI domingo del tiempo ordinario

Tocar algo es más que una capacidad humana. Llega a sentirse como una necesidad. Porque el tacto ayuda a conocer, relacionar. Incluso es el vehículo por el que muchas veces se expresa el amor. Porque tal como existe una relación entre este sentido y la inteligencia, también la hay con la voluntad. Se toca porque hay algo que se quiere, para asumir como propia esa realidad que se nos ofrece. Paradójicamente, aunque Dios es trascendente e inmaterial, dicha vinculación entre voluntad y tocar alcanza en Él su máxima expresión. Es propio de lo divino estar más allá de todo, pero en Cristo se nos muestra radicalmente cerca de todos. Por eso nos con-movía el domingo pasado al tomar de la mano y sanar a la suegra de Pedro. Hoy su gesto ante uno de los “intocables” de su sociedad nos obliga a preguntarnos sobre nuestro propio querer y nuestra proximidad. Leamos con atención:

«En aquel tiempo, se acercó a Jesús un leproso, suplicándole de rodillas: “Si quieres, puedes limpiarme”.  Compadecido, extendió la mano y lo tocó diciendo: “Quiero: queda limpio”.  La lepra se le quitó inmediatamente y quedó limpio. Él lo despidió, encargándole severamente: “No se lo digas a nadie; pero para que conste, ve a presentarte al sacerdote y ofrece por tu purificación lo que mandó Moisés, para que les sirva de testimonio”.  Pero cuando se fue, empezó a pregonar bien alto y a divulgar el hecho, de modo que Jesús ya no podía entrar abiertamente en ningún pueblo; se quedaba fuera, en lugares solitarios; y aun así acudían a él de todas partes» (Marcos 1, 42-45).

Dios ama, y por eso se acerca a nosotros. No es ajeno a nuestro dolor, sino que se com-padece, sufre con nosotros y toca nuestras miserias. Él se implica en nuestra condición para restaurarla y elevarla: «Quiero. Queda limpio», sentencia Cristo al tocar al leproso. La más alta expresión de su voluntad es que el hombre viva y, por ello, va más allá de nuestros condicionamientos y temores para alcanzarnos. Por eso él no solo sana al leproso de su enfermedad, sino que subsana el mal que corroe a su sociedad. Esta consiste en alejar al que sufre, no querer ver cara a cara al dolor y mantener una aparente limpieza que, en el fondo, oculta una impureza más honda: La de no aproximarse al necesitado.

Ciertamente, hasta que se desarrolló un tratamiento médico adecuado, era necesario aislar a los leprosos, y esto es lo que ocurría en el contexto histórico de la Biblia: «El que haya sido declarado enfermo de lepra andará harapiento y despeinado, con la barba tapada y gritando: "¡Impuro, impuro!". Mientras le dure la afección, seguirá impuro; vivirá solo y tendrá su morada fuera del campamento» (Levítico 13, 45-46). Sin embargo, Cristo ha venido para ampliar los confines de tal campamento y de todo contexto de la historia. Cuando él dice que quiere y toca al impuro, asocia su voluntad con la proximidad más inaudita. Lo bendito toca lo maldito. El Hombre-Dios trasciende cualquier cautela para devolver su dignidad a quien quedaba degradado y excluido de la comunidad de la Alianza. Pero hay mucho más, pues aunque esta cercanía de Cristo no le contagia la lepra, tampoco le deja indemne de sus consecuencias. Su desconcertante cercanía a los últimos le conducirá hasta la cruz, donde asume en su propia carne toda expresión del mal: «Sin aspecto atrayente, despreciado y evitado de los hombres, como un varón de dolores, acostumbrado a sufrimientos, ante el cual se ocultaban los rostros, despreciado y desestimado (…) Nosotros lo consideramos leproso, herido de Dios y humillado; pero él fue traspasado por nuestras rebeliones, triturado por nuestros crímenes. Nuestro castigo saludable cayó sobre él, sus cicatrices nos han curado…» (Isaías 53, 3-5).

Solo Dios en su amor podía asumir este intercambio. Sin necesitarlo, Cristo se acerca al último, lo toca y carga consigo su desgracia, muriendo como un maldito, ya sin aspecto humano, en una cruz fuera de la Ciudad Santa. Hasta aquí llega su «quiero», que, por ser expresión de la voluntad divina, es más fuerte que la muerte. Por eso concluye la profecía: «…Lo que el Señor quiere prosperará por su mano. Por los trabajos de su alma verá la luz (…) Mi siervo justificará a muchos, porque cargó con los crímenes de ellos. Le daré una multitud como parte, y tendrá como despojo una muchedumbre. Porque expuso su vida a la muerte y fue contado entre los pecadores, él tomó el pecado de muchos e intercedió por los pecadores» (Idem 10-12).

También tenemos mucho para aprender de este leproso. A nosotros, que nos sentimos seguros en nuestras precauciones y sistemas sociales, tantas veces se nos olvida que ante todo hemos de buscar a Dios. Es decir, mientras más nos encerramos en nuestra autosuficiencia, menos reconocemos nuestra necesidad de Él. Pero esa actitud tarde o temprano nos confina al callejón sin salida de todos los soberbios que, lejos del toque divino, ya no pueden acercarse a nadie más. Para evitarlo, el primer paso hacia la plenitud que Dios nos ofrece es exponer ante Él nuestra propia impureza, reconocer nuestra indignidad, no para quedar en la humillación, sino para pedirle con confianza: «Si quieres, puedes sanarme». Por eso, no temamos presentar al Salvador nuestra miseria en sus múltiples formas y sus dramáticas consecuencias. ¿Acaso hay alguna que él no haya asumido? Expongámosle con humildad y realismo aquello de lo que nos avergonzamos, lo que incluso hemos llegado a pensar que ya no tiene solución, como esas faltas recurrentes, esas oscuridades más hondas y las incapacidades que nos frustran. En el altar de la cruz él extiende sus manos para abrazar todo esto y derrama su sangre para redimirlo. ¿Seremos tan humildes y valientes como para presentarle nuestras llagas físicas, morales y sociales y así poder recibir el toque divino?