Oración

La pequeñez del infinito

Textos de oración ofrecidos por Christian Díaz Yepes, sacerdote de la archidiócesis de Madrid

La Catedral de Sevilla durante la celebración del Corpus Christi
La Catedral de Sevilla durante la celebración del Corpus ChristiManuel OlmedoLa Razón

Lectio divina para este Domingo del Corpus Christi

Lecto divina para este Domingo del Corpus Christi

Recientemente me comentaba una persona que había asistido a la primera comunión de un grupo de niños, que le había parecido todo “muy bonito”, pero que a la vez “hay que ver cuánto hay que prepararse y cuántas cosas hay que hacer para recibir algo tan pequeño y tan poquito”. Esta persona miraba las cosas muy superficialmente, sin percatarse de esas otras miradas lanzadas hacia el infinito que brillaban en los ojos de los niños que acababan de comulgar. Porque sí, ellos habían recibido algo que parecía muy poco y pequeño, pero que, paradójicamente, contiene lo que puede llenar lo humano de lo divino. Tan poco y pequeño como el Hijo de Dios que nace en un pesebre y es envuelto en pañales; tan sencillo como el Rey de cielos y tierra que entra en Jerusalén sobre un pollino. Él mismo ha querido quedarse en lo poco y pequeño de unos fragmentos de pan para transformar desde la totalidad del ser humano y la creación.

El pan consagrado y partido en la misa es imagen de Cristo que muere; su cuerpo se quiebra, es traspasado por la lanza de la injusticia y la violencia del mundo. A la vez, es repartido entre todos los que lo reciben con devoción, pero no solo a nivel individual e intimista, sino como pan compartido, que nos relaciona a unos con otros y nos hace uno en él. Por eso también es signo de reconciliación, de la victoria del amor sobre el pecado y la muerte. Verdaderamente es el pan que se entrega para la vida del mundo. Por tanto, el sencillo gesto de partir, repartir y compartir, nos adentra hoy de manera nueva en el misterio del Cuerpo y la Sangre del Salvador. Leamos qué nos dice San Pablo sobre ello en la segunda lectura de hoy: «Hermanos, yo he recibido una tradición, que procede del Señor y que a mi vez os he transmitido: que el Señor Jesús, en la noche en que iba a ser entregado, tomó pan y, pronunciando la Acción de Gracias, lo partió y dijo: “Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros. Haced esto en memoria mía·. Lo mismo hizo con el cáliz, después de cenar, diciendo: “Este cáliz es la nueva alianza en mi sangre; haced esto cada vez que lo bebáis, en memoria mía”. Por eso, cada vez que coméis de este pan y bebéis del cáliz, proclamáis la muerte del Señor, hasta que vuelva» (1ª Corintios 11, 23-26).

El sacramento eucarístico es un signo de contradicción desde el primer momento en que Cristo lo instituye. Para unos es fuente de vida eterna, mientras que para otros es escándalo y tropiezo. Esto es así porque la Eucaristía es el evangelio hecho alimento corporal. Que el Verbo de Dios se haya hecho carne y se haya dejado matar en la cruz es el mayor escándalo y locura para el mundo. Si además esta carne se hace pan, no se puede esperar menos. Este amor divino hecho carne y sangre, pan que se parte, se reparte y se comparte puede alcanzar y sanar lo más humano: nuestra condición caída. Necesitamos ser alimentados así para obtener la vida eterna, pues no solo de pan temporal vive el hombre, como el maná que comieron los israelitas en el desierto pero, más adelante, murieron. Más bien necesitamos ser sustentados desde lo más íntimo de lo que somos, en el vértice en que se unen nuestro cuerpo y alma, vida física y espiritual. El Cuerpo y la Sangre del Señor, que parecen tan pequeña y poca cosa sobre el altar, son la fuerza divina que alcanza el punto más íntimo de lo humano para redimirlo y conducirlo a la eternidad.

Recibir y compartir el Cuerpo y Sangre del Señor significa también vivir la caridad entre los nuestros y cada vez hacia más personas. Por eso el Sacramento fue instituido en la misma Cena en que el Maestro y Señor tomó el lugar de un esclavo para lavar los pies de sus discípulos y mandarles a hacer lo propio unos con otros. Esto pasa por corregirnos y perdonarnos mutuamente, y así ayudarnos a ser mejores. Esta es la piedra angular del templo sagrado que pueden ser nuestras casas, lugares de trabajo, esparcimiento y encuentro con los demás. Así crece la presencia de Dios en cada uno y se hace extensiva también hacia los demás. El amor va y vuelve, desencadenando una espiral de fuerza, luz y alegría cada vez mayores. De este modo se edifica la prometida morada de Dios que santifica todo lo nuestro ser y quehacer.

Celebrar el Corpus Christi es proclamar el centro de nuestra fe hasta que el Señor vuelva. Aquí no hay contraposición ni alternativa entre Palabra o Sacramento, vida espiritual y acción social, liturgia y profecía. Todo esto se contiene, sin separación ni confusión, en la presencia de Cristo que se nos da en su palabra de para alcanzar la eternidad a través de los sacramentos y la caridad comprometida. Sin esto no tenemos vida, insiste el Señor en otra parte del evangelio. Su gracia actúa ya en el presente, como consuelo, fortaleza y luz ante las pruebas. Porque la verdadera vida va más allá de la natural; es la sobrenatural. Por tanto, para aprovechar cada vez mejor la gracia de la Eucaristía, que hoy celebramos con un realce especial, hemos de dirigir la mirada a lo que va mucho más allá de cualquier anhelo, no porque minusvaloremos los bienes de este mundo, sino porque Cristo nos hace trascenderlos y ordenarlos según la voluntad de Dios. Con esta disposición, volvamos hoy a adorar y recibir la presencia real y viva del Salvador en su Sacramento, donde su amor se deja partir, repartir y compartir para que empecemos a gustar la eternidad.