Oración

Audacia

Textos de oración ofrecidos por Christian Díaz Yepes, sacerdote de la archidiócesis de Madrid

Pintura paleocristiana "Jesús y la hemorroísa", de las catacumbas de Marcelino y Pedro, en Roma
Pintura paleocristiana "Jesús y la hemorroísa", de las catacumbas de Marcelino y Pedro, en RomaLa Razón

Lectio divina para este domingo XIII del Tiempo Ordinario

En continuidad con el evangelio del domingo pasado, hoy seguimos hablando del miedo como lo contrario a la fe. Igualmente, se nos sigue presentando la inmovilidad ante los desafíos como lo opuesto a asumir la vida. Hoy leemos dos escenas del evangelio de Marcos que nos vuelven a presentar este tema. Con ellas se nos muestra que la confianza y la audacia forman parte de la fe, tan distintas de quien se deja vencer por las malas noticias y lo que aparentemente no tiene solución. Leamos con atención:

«En aquel tiempo Jesús atravesó de nuevo a la otra orilla, se le reunió mucha gente a su alrededor, y se quedó junto al lago.

Se acercó un jefe de la sinagoga, que se llamaba Jairo, y al verlo se echó a sus pies, rogándole con insistencia: “Mi niña está en las últimas; ven, pon las manos sobre ella, para que se cure y viva”.

Jesús se fue con él, acompañado de mucha gente que lo apretujaba. Había una mujer que padecía flujos de sangre desde hacía doce años. Muchos médicos la habían sometido a toda clase de tratamientos y se había gastado en eso toda su fortuna; pero en vez de mejorar, se había puesto peor. Oyó hablar de Jesús y, acercándose por detrás, entre la gente, le tocó el manto, pensando que, con sólo tocarle el vestido, curaría. Inmediatamente se secó la fuente de sus hemorragias y notó que su cuerpo estaba curado.

Jesús, notando que había salido fuerza de él, se volvió en seguida, en medio de la gente, preguntando: “¿Quién me ha tocado el manto?”

Los discípulos le contestaron: “Ves cómo te apretuja la gente y preguntas quién te ha tocado?”.

Él seguía mirando alrededor, para ver quién había sido. La mujer se acercó asustada y temblorosa, al comprender lo que había pasado, se le echó a los pies y le confesó todo.

Él le dijo: “Hija, tu fe te ha curado. Vete en paz y con salud”.

Todavía estaba hablando, cuando llegaron de casa del jefe de la sinagoga para decirle: “Tu hija se ha muerto. ¿Para qué molestar más al maestro?”

Jesús alcanzó a oír lo que hablaban y le dijo al jefe de la sinagoga: “No temas; basta que tengas fe”.

No permitió que lo acompañara nadie, más que Pedro, Santiago y Juan, el hermano de Santiago. Llegaron a casa del jefe de la sinagoga y encontró el alboroto de los que lloraban y se lamentaban a gritos.

Entró y les dijo: “¿Qué estrépito y qué lloros son éstos? La niña no está muerta, está dormida”.

Se reían de él. Pero él los echó fuera a todos, y con el padre y la madre de la niña y sus acompañantes entró donde estaba la niña, la cogió de la mano y le dijo: “Talitha qumi” (que significa: “contigo hablo, niña, levántate)”.

La niña se puso en pie inmediatamente y echó a andar –tenía doce años–. Y se quedaron viendo visiones. Les insistió en que nadie se enterase; y les dijo que dieran de comer a la niña (Marcos 5,21-43).

Tanto a la hija de Jairo como a la mujer del camino literalmente se les iba la vida. La primera la pierde muy tempranamente, y la segunda la perdía con el flujo de sangre que no cesaba. A los doce años, la niña veía cortada la promesa de su juventud, mientras que la mujer perdía su dignidad con una patología que la estigmatizaba y dejaba fuera de la relación con los demás. A una y a otra Jesús asiste con sendos portentos que les reintegran a la vida en plenitud, pero sobre todo suscita las respuestas personales de fe. Jairo cree en Jesús hasta el punto de desafiar a la muerte como sentencia última para su hija y la hemorroísa recibe el trato y la respuesta personal del Señor, junto con el milagro que restaura su integridad. Porque la verdadera vida solo se alcanza por medio de una fe que ve más allá de lo evidente.

Tantas veces padecemos de miopía existencial, incapaces de ver más allá. Estamos tan limitados por nuestras propias conclusiones. Estas, generalmente se quedan en lo que esa misma palabra significa: final de una historia, horizontes cerrados que no atisban un mayor horizonte. Nuestra sociedad del bienestar, con todo lo positivo que eso significa, no llega a garantizar el bien-ser. Tiende a disimular el mal, especialmente cuando toca la propia vida; tiende a maquillarlo con eufemismos o hasta procura colarlo como algo normal. De ahí que tendamos a rehuir de todo lo que nos recuerda que somos limitados, transitorios y frágiles, como la enfermedad y sus consecuencias. Paradójicamente, el dolor y la muerte pueden ser ocasión de gracia para considerar cómo estamos asumiendo la vida. Cuando tocan a nuestra puerta no nos ponemos a dar lecciones, sino que aprendemos. Si buscamos la ayuda Dios, nos pondremos a la escucha y acogida de lo que Él quiere enseñarnos. Entonces podemos divisar el faro luminoso de la cruz de Cristo, donde él carga con toda la tragedia humana para redimirla a través de un amor sin reservas. Al contemplarla, recordamos que, clavados junto a él, también estuvieron otros dos: uno que blasfemaba y se cerraba a la gracia, como también otro que tomó conciencia sobre sí mismo y quién era el que padecía junto a él. Este último se ganó el Paraíso en un instante. Porque el dolor es como el sonar de la campana de la iglesia del pueblo, que llama a todos a la oración. Muchos la oyen y responden; otros pasan de ella y se quedan sufriendo solos.

Por todo esto, preguntémonos hoy: ¿Es tan auténtica mi fe como para llenarme de vida y libertad o tengo una fe adormecida, que no me da vida ni a mí ni a nadie alrededor?