Trasplante
Las dos vidas de Rubén
Nació con un problema congénito en el riñón. A los tres años fue trasplantado. Su madre fue la donante. Hoy, camino de cumplir los ocho, sueña con ser tenista
Rubén pinta un enorme corazón rojo en la pizarra. Se esmera por perfilar bien los bordes. Saluda educado y con una sonrisa pilla que se intuye bajo su mascarilla. Si no fuera porque lleva puesto el pijama de hospital y una vía en su mano izquierda nadie diría que este pequeño de siete años fue sometido a un trasplante de riñón cuando acababa de cumplir los tres. Cuando se le pregunta qué es lo que tiene ahora en el interior de su cuerpo, él responde que «suerte» para más tarde añadir con voz dulce que «el riñón de mamá».
Rubén es feliz, activo y saca notazas. ¿Su pasión? El tenis, el fútbol y la Play. A sus padres, Lourdes y Marco, les es imposible contener la emoción al compartir la felicidad de su pequeño después de estos siete años de viacrucis en el que el Hospital Gregorio Marañón de Madrid se convirtió en su casa.
Esta semana ha tenido que ingresar unos días en el centro sanitario para tratarse de una sinovitis transitoria «que, en otro niño se le hubiera curado con unas gotas de Dalsy, pero que en el caso de Rubén requiere un seguimiento más estrecho debido a su historial», explica Lourdes. Pero él quiere que le quiten ya la vía y poder seguir disfrutando de los juegos y el cole, «porque cuando tenemos que saltarnos las clases para venir a las revisiones se enfada, no quiere perderse ni un día de escuela, le encanta», apunta su madre.
«¡Ah!, y además tengo mucha suerte porque celebro dos cumpleaños: el 27 de septiembre y el 4 de junio», dice con esa energía de niño que desata la serotonina en los adultos. Lourdes y Marco tampoco olvidarán nunca esas dos fechas. Ellos son el epítome de la lucha y la valentía.
Parto inducido
Llevan siete años volcados en su primogénito. Lo que en un principio fue la alegría del primer embarazo de Lourdes, comenzó a torcerse a las 20 semanas de gestación: «Detectaron que algo no iba bien en los riñones del niño y aumentaron los controles. Me hacían dos ecografías a la semana. Cuando quedaba menos de un mes para salir de cuentas nos dijeron que era conveniente inducir el parto y Rubén nació el 27 de septiembre de 2014», relata Lourdes.
La ilusión del primer hijo, la emoción por verle la cara por primera vez quedó empañada por la incertidumbre sobre lo que le ocurría al pequeño. «Presentaba una enfermedad renal crónica secundaria, una anomalía congénita de las valvas de uretra posterior. Nuestro objetivo siempre fue que la enfermedad interfiriera lo menos posible en su desarrollo, tratar de ver si la plasticidad que presentan los pacientes más pequeños permitía una capacidad de mejora, pero se comprobó que no era posible y que había que adelantarse para evitar la diálisis», apunta Olalla Álvarez, médico de nefrología pediátrica en el Marañón.
«Los tres primeros años fueron brutales, vivíamos aquí, en el hospital. Cuando nació, Rubén estuvo en la UCI diez días. Nosotros, al principio nos alojábamos en el hotel de enfrente ya que queríamos estar a su lado y no ir y venir todos los días desde Parla. Hasta que se enteraron los médicos y nos pusieron una habitación en nefrología para estar con nuestro hijo. La verdad que estamos muy agradecidos por cómo nos han tratado todo este tiempo, el cariño y la profesionalidad que han mostrado en el Marañón», confiesa Marco.
12 medicamentos al día
Una vez que les dieron el alta, comenzó la lucha en casa. Las revisiones eran tan periódicas como las infecciones de orina que sufría Rubén. «Estábamos 10 días en casa y 10 en el hospital. Teníamos que sondarle cada cuatro horas, con el sufrimiento que eso implicaba para un bebé y para nosotros verle así. Estaba muy controlado, tomaba hasta 12 medicamentos, era terrible. Es más, teníamos un Excel en casa para controlar las diferentes medicinas, las dosis, así como la alimentación que íbamos introduciendo con el paso de los meses y los años. Teníamos que pesar todo. Era una vigilancia 24 horas», señala Lourdes con el peso que dejan los reveses de la vida en la mirada.
El objetivo era conseguir que el pequeño no tuviera que someterse a diálisis. Lo consiguieron hasta que a los tres años, cuando se produjo una caída en picado. «A principios de 2018 nos dijeron que había que comenzar los trámites del trasplante y lo primero era saber si los progenitores queríamos intentarlo. No lo dudamos, por supuesto. Cuando me hicieron las pruebas a mí salió que no era compatible pero Lourdes sí. Fue una alegría inmensa. Si los dos hubiéramos sido posibles donantes nos hubiéramos peleado por ser el que le diera el órgano», explica con una sonrisa el padre.
Y así comenzó el siguiente capítulo de esta odisea con final feliz. Lourdes, que ahora tiene 45 años, se sometió a todas las pruebas necesarias para agilizar el proceso lo máximo posible. Y por fin llegó el día. Con miedo, dudas, pero sobre todo fuerza y esperanza. Era el principio de la nueva vida de su hijo. Pero aún quedaba la operación de trasplante y la congoja era inevitable.
«Me ingresaron en la zona de adultos del Marañón el 4 de junio de 2018 a las ocho de la mañana. Marco estaba con el niño en la zona infantil esperando en el quirófano para que, en cuento me extrajeran el riñón, ponérselo a él. Yo solo pensaba en el bienestar de mi hijo, pero la angustia era muy fuerte», recuerda Lourdes.
En la otra punta del Hospital, Marco aguardaba nervioso. Tenía a su dos seres queridos bajo el foco de la sala de operaciones. «Me sentí muy arropado por los sanitarios. Un anestesista, al ver mi cara, se sentó a mi lado para calmarme. Me dijo que todo iría bien. Luego me iban informando de cómo iba la operación de mi mujer mientras mi hijo esperaba la anestesia. Fue un día muy duro», relata este madrileño. A las cinco de la tarde, terminó la operación de Rubén. Todo había salido bien.
Cuando pudieron reencontrarse madre e hijo fue una explosión de felicidad. Aún Lourdes se emociona al recordarlo. A ella le costó un poco más recuperarse, «Rubén, a los pocos días ya estaba de un lado para otro, admiramos su fortaleza, es un niño muy valiente y lleno de vitalidad», apunta Marco.
A partir de ese momento comenzaron a ver la luz, pese a que la pandemia no soplo demasiado a favor de la normalización en la vida de Rubén. «Hemos tenido que tener mucho cuidado, el primer año no pudo ir a clase, tuvo una profesora en casa que nos la facilitaron desde el hospital, y este año, por fin, ha podido reunirse con sus amigos para jugar», dice Lourdes. «Me gusta mucho el fútbol y jugar al tenis, una vez fui con mi padre a ver a Djokovic», dice el pequeño. Es más, siente tanto orgullo de las cicatrices que ahora serpentean por su cuerpo que no duda en contarles a todos sus amigos «las aventuras» que ha vivido estos siete años.
«Nosotros siempre le hemos explicado todo desde que era pequeño, pero, claro, se le olvida porque tiene pocos años. Así que cada poco tiempo se lo recordamos», aseguran los padres de Rubén, que añaden, nunca tendrán las palabras suficientes para agradecer a los médicos su dedicación. Y a la ciencia, claro está. Y es que, según datos de la Organización Nacional de Trasplantes (ONT), en 2020 y a pesar de la pandemia, la actividad de trasplante pediátrico alcanzó su récord histórico con 197 trasplantes infantiles. En 2021 se realizaron 159.
También es alentadora la reducción de la lista de espera pediátrica: en diciembre de 2020 era de 92 y, en 2021 se redujo a 66. «Esto responde a la implantación de diferentes medidas de priorización que ha permitido alcanzar cifras extraordinarias. Siempre gracias a los donantes y en el caso pediátrico, especialmente a esos padres que en un momento tan duro como es la pérdida de un hijo dicen ‘’sí'’ a la donación», afirma a LA RAZÓN la directora de la ONT, Beatriz Domínguez-Gil.
Rubén siempre llevará un «pedacito» de su madre en su interior. Quizá ahora no sea consciente de ello, pero cuando sea adulto también a él se le saltarán las lágrimas.
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