Opinión

La doctrina no es irreformable

Facultad de Teología de la Universidad Pontificia de Comillas

Papa.- 11 años de la 'ceremonia de los 4 papas': Juan XXII y Juan Pablo II canonizados por Francisco y Benedicto XVI
"Ceremonia de los 4 papas": Juan XXII y Juan Pablo II canonizados por Francisco y Benedicto XVIEuropa Press

«Se fue, pero qué forma de quedarse». El poema es de Miguel D’Ors. Está fechado en enero de 2012, pero bien podría servir para condensar el reciente impacto de la muerte de Francisco y los doce años de su pontificado. Qué manera de quedarse.

Francisco ha sido un Papa de palabras directas, de reacciones espontáneas, de improvisaciones desconcertantes, de cercanía con la gente, de proximidad y sintonía con los pobres y los encarcelados. Le ha dicho a Trump que construya puentes, no muros. A Benjamin Netanyahu que lo de Gaza es un genocidio. A Putin que se entienda con Volodimir Zelenski poniendo fin a tanta barbaridad.

Ha viajado a sesenta y seis países. Sobre todo, a los más pobres y desatendidos por la agenda internacional. Ha reído, ha llorado, ha bromeado. También ha metido la pata y se ha equivocado. En no pocas ocasiones ha pedido perdón. Se ha presentado como un pecador y no ha insistido sino en que se rece por él. Es un Papa muy querido por la gente y por la inmensa mayoría de la Iglesia. Ha humanizado la figura del sucesor de Pedro como ningún otro.

Y, sin embargo, también como ningún otro, ha tenido una oposición interna que lo ha calumniado desde el inicio llegando, incluso, a tacharlo de hereje.

Ha estado sometido a fortísimas presiones internacionales y en los medios, generalmente, se le ha juzgado con el romo instrumental de la política partidista que solo parece saber encasillar en conservadores o progresistas.

Mucha gente sólo ha visto esto y, por tanto, ahora que ha muerto Francisco, no se queda con nada más.

Se nos olvida, sin embargo, que Francisco ha iniciado una reforma en la Iglesia católica en continuidad con la del Concilio Vaticano II. Respondió con ella a las demandas que surgieron en las congregaciones generales previas al cónclave que lo hizo Papa. Optó por un trabajo de fondo, silente, a largo plazo, de igual forma que la levadura actúa en la masa y el orballo fecunda la tierra. Ha preferido iniciar procesos que precipitar resultados.

Es a esta luz como hay que comprender sus múltiples gestos que apuntan en una nueva dirección. Y es así como hay que interpretar también sus discursos y documentos que abren nuevas puertas. Gestos y palabras que llaman al cambio, a la transformación, al desplazamiento de acentos que puedan transparentar más claramente que la Iglesia no es ni puede ser residencia de príncipes mundanos que sólo buscan poder, dinero e influencia, sino sanatorio abierto y gratuito para todos los agobiados y necesitados. Hoy se han visto en su entierro a inmigrantes, presidiarios, personas trans y sin hogar.

Francisco ha combatido ese extendido prejuicio que asocia el cristianismo a la inmovilidad y la Iglesia al integrismo. Su llamada a ser una Iglesia en salida no sólo insufla movimiento a los individuos particulares que la forman, sino también a las estructuras que la componen y a los engranajes que la articulan.

Y es ahí, en ese preciso ademán de alzarse y ponerse en camino hacia las periferias del mundo, donde más se han evidenciado los chirridos de una maquinaria eclesial que acusa los males del sedentarismo y la falta de aceite y engrase.

Es ahí, probablemente, donde el sincero y honesto deseo de reforma de Francisco ha superado incluso sus propias posibilidades teológicas y pastorales.

Francisco ha querido apostar por la igualdad entre hombres y mujeres en la Iglesia. Ha optado por la integración plena de las personas homosexuales. No ha hecho sino preocuparse por las familias y parejas en situación irregular. Ha hecho decididamente todo cuanto ha creído factible dentro de sus propias limitaciones, es decir, en el marco de los límites personales de una determinada biografía eclesial y de una concepción teológica propia de un jesuita tradicional y octogenario.

Con su praxis sincera y auténtica ha forzado y hasta reventado las costuras de algunos aspectos de su propio pensamiento, tal vez, algo obsoleto.

Su sabiduría evangélica, su olfato pastoral, su sentido de la misericordia han sido más penetrantes y clarividentes a la hora de orientar su reforma que la teología y el derecho que traía en la mochila. Pero sin una futura teología actualizada y sin un derecho canónico en sintonía no hay reforma que cristalice y prevalezca.

Se ha repetido con mucha insistencia, como un halago, que Francisco ha reformado la pastoral sin cambiar ni una coma de la doctrina. Efectivamente, así ha sido. Y en esto, que se puede comprender como algo lógico y normal en el inicio de una reforma, está, sin embargo, el principal problema y el más grande desafío para su sucesor. El vino nuevo exige odres nuevos.

No es cierto, como tantas veces se oye, que la doctrina de la Iglesia sea inmutable. Lo único inmutable es Jesucristo y su evangelio. La doctrina intenta en todo lugar transparentar y actualizar lo esencial del evangelio en conexión con las demandas del tiempo. Y no siempre lo hace con igual acierto. Hubo un tiempo en el que no era extraño a la doctrina eclesial la justificación de la esclavitud y el antisemitismo, la oposición a los derechos humanos, la crítica de la libertad de conciencia, el rechazo de la democracia y el apoyo a la pena de muerte y la guerra justa.

Afortunadamente, los tiempos cambian, la interpretación de la Escritura madura, la tradición de la Iglesia se actualiza y se mira el mundo de otra manera. Por eso, esos posicionamientos doctrinales –juzgados en otro tiempo como irrenunciables– ya no son hoy doctrina del magisterio eclesial.

Francisco ha puesto la semilla del cambio. Y lo ha hecho de una forma muy personal. Con la ventaja innegable de su fuerte personalidad, pero también con los inconvenientes que eso mismo acarrea. Ha puesto, no obstante, la semilla de un cambio profundo que no ha hecho más que empezar. Y que ya ha comenzado tímidamente con gestos y palabras muy elocuentes que siempre se recordarán, pero que necesitan del pensamiento profundo y de la traducción jurídica para avanzar con firmeza y de forma irreversible.

Hay momentos en los que cambiar el discurso es la única manera de seguir diciendo lo mismo. Y al revés, empeñarse en seguir repitiendo las mismas palabras puede implicar desviarse del camino inicial. Francisco lo dijo magníficamente en el nº 41 de Evangelii Gaudium. Ser fiel a una formulación de la doctrina no es lo mismo que serlo a la esencia del evangelio.

Francisco ha muerto. La llama de la reforma sigue ardiendo, aunque ahora, tal vez, de manera vacilante y como conteniendo el aliento. En manos de su sucesor está avivar nuevamente la hoguera purificadora de la conversión estructural o añorar los tiempos anteriores de la complacencia sedentaria. Veremos.