
Opinión
El pastor que se hizo cordero
El Papa Francisco supo «rescatar al rebaño»: siempre atento, cercano, solícito, incluso en los momentos más complejos y delicados

Cuando el Papa Francisco inició su pontificado el 19 de marzo de 2013, solemnidad de San José, dejó como impronta una palabra profundamente inspiradora: custodiar. Es decir, cuidar, velar, guardar, socorrer, proteger, atender a Jesús, a María, a la creación entera y a cada persona, especialmente a la más vulnerable.
A lo largo de estos años, toda la Iglesia universal, pero, yo, como servidor de la Diócesis de Barbastro-Monzón, hemos experimentado ese cuidado del Papa como un verdadero bálsamo y una caricia de Dios.
Él ha sabido ser, también con nosotros, el pastor que se hizo cordero para rescatar al rebaño: siempre atento, cercano, paterno, solícito, libre, noble y fiel, incluso en los momentos más complejos y delicados que hemos vivido en el planeta, pero también en la tierra en la que vivo.
Francisco no miró nunca hacia otro lado. Afrontó la realidad, por cruda que fuera, con altura y profundidad de miras. Al principio de su pontificado nadie se atrevía a cuestionar algunas de sus actitudes y conductas con los más desfavorecidos y excluidos de la sociedad por temor a la opinión pública. Ahora, siguiendo la expresión popular, atribuida equívocamente al Quijote, «ladran, Sancho… señal de que cabalgamos» creo que nadie va a poner en duda que universalmente será reconocido como el Papa de los excluidos.
Nos animó a caminar juntos, haciendo converger las potencialidades que Dios ha otorgado a cada uno, poniéndolas al servicio común, en un trabajo corresponsable y solidario (sinodal). En varias ocasiones se interesó personalmente por nuestras inquietudes pastorales, jurídicas o canónicas, sobre todo en lo relativo al patrimonio artístico, tratando siempre de buscar –desde el marco legal– el cauce de comunión más adecuado.
Su impulso sinodal nos ha ayudado a avanzar hacia una Iglesia más comprometida, cercana y participativa, en la que cada comunidad –aunque exigua, envejecida o dispersa– ha sabido implicar a laicos, consagrados y ministros ordenados en una misma misión compartida. No se trataba de un mero ajuste estructural, sino un verdadero paso adelante hacia una Iglesia en salida, donde el laicado –y especialmente la mujer– ha cobrado un protagonismo renovado.
El Papa ha sabido también valorar y defender la dignidad de la Casa común y de nuestra tierra, cuando, desde ámbitos civiles o incluso eclesiales, se han puesto en cuestión sus raíces, su identidad o su patrimonio.
En lo personal, ha sido un padre y confidente. Se empeñó en que yo fuera obispo, cuando yo había manifestado por carta que no veía en esa tesitura, escribiéndole incluso al prefecto del Dicasterio para los Obispos poniendo un montón de pegas. En una audiencia en el Aula Pablo VI, los ujieres me hicieron subir al escenario para saludarle brevemente. Yo iba de curilla, porque era rector del Colegio Español en Roma, y me soltó: «¡Eh, el santito, eh, el buenito!» Pensé que me había confundido por completo, pero fue así. Acto seguido, me dijo: «Y no quería... ¿cómo no quería? ¿y me escribe una carta?» Mi respuesta fue un «¡Ay, madre mía!» Francisco me insistió: «El santito, el buenito, el que no quería». En ese momento me quedé petrificado, porque además me regaló un pectoral, como el que lleva él y un anillo. Y me los bendijo. Así es el pastor: el pastor que se hizo cordero para rescatar al rebaño.
*Ángel Javier Pérez Pueyo es obispo de Barbastro-Monzón
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