
Energía
La revolución de la inteligencia artificial ya tiene su primera factura: el consumo eléctrico de sus centros de datos en EE.UU. está encareciendo el recibo de la luz para los ciudadanos
En contra de lo que podría pensarse, no son las consultas particulares a los asistentes de IA las que están requiriendo mayor flujo económico, sino el entrenamiento de los propios modelos

La revolución de la inteligencia artificial esconde una realidad incómoda y sobre la que, hasta el momento, se ha hecho poco hincapié: una factura energética desorbitada que no para de crecer y que se suma a las complicaciones en materia de abastecimiento que ya augura la industria tecnológica, tal como ha apuntado Elon Musk entre sus publicaciones en la red social ‘X’.
Según las proyecciones, los centros de datos que alimentan esta tecnología en Estados Unidos llegarán a representar casi la mitad del aumento en la demanda de electricidad del país para el año 2030, aunque ya empieza a notarse en el bolsillo de los ciudadanos.
Al temor de que la inteligencia artificial pueda acabar con cientos de miles de empleos hay que sumar la posibilidad de que, a corto plazo, también desestabilice la factura eléctrica de los consumidores, con lo que el recelo que provoca todo lo relativo a la evolución de la inteligencia artificial entre los ciudadanos de a pie cobra cada vez más sentido.
El dilema energético y el coste a la población
Y es que este incremento en el consumo energético tiene una consecuencia directa y que afecta a los hogares particulares, puesto que se está produciendo un traslado de la carga económica desde las grandes corporaciones tecnológicas hacia los clientes residenciales, que ven cómo sus recibos de la luz aumentan para sostener una infraestructura de la que se benefician, principalmente, las empresas que la desarrollan y utilizan.
Contrariamente a lo que podría pensarse el principal motor de esta escalada no son las consultas individuales que los usuarios hacen a un chatbot. El verdadero apetito energético reside en el entrenamiento de los grandes modelos de lenguaje, una fase de un consumo particularmente intensivo, y en la integración a gran escala de la IA en todo tipo de tecnologías y servicios, una realidad que destaca el portal Oilprice.
A esta situación se suma una flagrante falta de transparencia por parte de las grandes tecnológicas. La mayoría de las empresas del sector se muestran reacias a divulgar datos concretos sobre su consumo energético o el volumen de sus emisiones, lo que dificulta evaluar la magnitud real del problema y exigir responsabilidades.
Por otro lado, existe la posibilidad de que, a largo plazo, la propia inteligencia artificial pueda compensar su huella medioambiental, aunque esto es algo que todavía está por ver.
Si bien es cierto que existen expertos que señalan su capacidad para acelerar la innovación en campos cruciales, como el desarrollo de baterías más eficientes, la optimización de las redes de energía solar o el descubrimiento de nuevos materiales que mejoren la sostenibilidad en otros sectores, son ámbitos en los que no se puede decir que se haya hecho un descubrimiento rompedor que confirme esas aspiraciones.
Esta visión a futuro y la revolución que promete la inteligencia artificial depende de un salto energético sin precedentes, que incluso hace mirar a fuentes energéticas que parecían relegadas. El propio Sam Altman, director ejecutivo de OpenAI, la compañía matriz detrás de ChatGPT, considera que se necesita un avance como la fusión nuclear para sostener la siguiente fase de la inteligencia artificial.
Sin embargo, la realidad actual es mucho menos halagüeña. A día de hoy, la inteligencia artificial está inflando las facturas eléctricas y agudizando la preocupación por el impacto climático, una paradoja que define uno de los mayores desafíos tecnológicos y sociales de nuestro tiempo.
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