Crítica
Una intriga con síndrome de Diógenes
Basada en un relato de Harlan Coben, la nueva serie de Netflix trata de confundir al espectador acumulando personajes y subtramas del todo innecesarios
Las novelas de Harlan Coben suelen ser misterios intrincados, habitados por numerosos personajes que esconden secretos y a menudo ambientados en áreas suburbanas de aspecto apacible. También, a juzgar por sus cifras de ventas, son relatos rotundamente efectivos. Pero hay algo en ellos que dificulta su adaptación a la pequeña pantalla. Lo demostraron en 2018 los ocho extenuantes episodios de “Safe”, y ahora lo confirman los ocho de “No hables con extraños”.
La peripecia argumental arranca cuando, mientras toma una cerveza tras un partido de fútbol, Adam Price (Richard Armitage) es de repente informado por una completa desconocida de que el embarazo y el consiguiente aborto por el que su esposa Corinne pasó tiempo atrás eran fingidos; la extraña también le aconseja que haga unas pruebas para comprobar que sus hijos son realmente suyos, y que revise las operaciones de las tarjetas de crédito de Corinne. Posteriormente esa misma mujer enigmática se acercará a una madre para informarle de que su hija está trabajando secretamente como “sugar baby” y exigirle una elevada suma de dinero a cambio de mantener ese dato oculto; y después, rápidamente, la narración se va llenando de narrativas quizá interconectadas y personajes azotados por peligrosos secretos.
“No hables con extraños” parece haber sido diseñada para acumular la mayor cantidad posible de subtramas complicadas. Incluye la historia de unos chavales drogados y una fiesta que se sale de madre, la de un dinero que desaparece en un club de balompié, la de una batalla legal acerca de la demolición de una propiedad, la de una joven cuya persistente enfermedad quizá no tenga causas naturales, la de un hombre que esconde un cadáver y la de una pareja implicada en un vídeo sexual, entre otras, y adereza el conjunto con imágenes resultonas como una persona desnuda que huye de alguien o algo en la oscuridad o una alpaca decapitada en una plaza. A medida que el metraje avanza, buena parte de ese material se va revelando innecesario, motivado por un mero interés en confundir y epatar al espectador.
En el proceso, la serie desafía cada vez más la credibilidad. Resulta francamente inconcebible que en un espacio geográfico tan tan pequeño pasen tantas cosas feas y que, mientras suceden, los miembros de la comunidad hablen y hablen como si la vida les fuera en ello; que en un entorno tan proclive al chismorreo alguien se las arregle para mantener algo en secreto resulta del todo inverosímil. Asimismo, demasiadas de las líneas narrativas que acaban convergiendo lo hacen exclusivamente de coincidencias e improbabilidades, y demasiados de los giros narrativos resultan risibles. Como resultado, la impresión general que “No hables con extraños” provoca es como la de un rompecabezas cuyas piezas han sido colocadas de forma aleatoria y que, como resultado, no se parece en nada a la imagen que trata de reproducir.
Es cierto que, mientras sugiere que hasta el ciudadano más ejemplar tiene alguna vergüenza que esconder y que resulta imposible conocer por completo incluso a aquellos más allegados a nosotros, la serie logra crear en el espectador la necesidad de seguir frente a la pantalla para saber qué pasará después. Que nadie espere, eso sí, obtener respuestas satisfactorias a los interrogantes, ni librarse de la molesta sensación de haber perdido el tiempo mientras las buscaba.
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