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Crítica de «Westworld» (temporada 3): Una segunda vida, o algo parecido
En su nueva entrega la serie disponible en HBO hace gala de menos enrevesamiento narrativo y menos ínfulas, pero no logra estimular nuestra implicación emocional
«Westworld» habla de la conciencia, del futuro, de la avaricia de las grandes corporaciones, de la búsqueda de la inmortalidad, de la relación entre el hombre y la inteligencia artificial; en ella hay robots, y al principio los robots eran meras atracciones de un parque temático ambientado en el Lejano Oeste donde algunos hombres ricos los usaban sexualmente o los asesinaban para entretenerse, pero luego se volvieron inteligentes y planearon una revolución; algunos humanos son secretamente robots; algunos de los robots han escapado al mundo real y otros han ido al cielo de los robots; mientras todo eso sucede la acción, transcurre en varias líneas temporales. Ah, y Anthony Hopkins a ratos aparece en pantalla en forma de fantasma.
Sí, es una serie a menudo confusa. Y su segunda temporada se mostró especialmente desesperada por avasallarnos con su supuesta complejidad y sus aires de importancia –sus planos narrativos entremezclados, su palabrería existencial sobre el yo y el alma, sus acertijos–, y en el proceso se olvidó de construir una historia central robusta. Al final, peor aún, las resoluciones a los interrogantes resultaron ser menos interesantes que las teorías compartidas en internet por los fans.
De western a thriller futurista
En todo caso, aquella tanda de episodios culminó con la muerte en masa de la mayoría de los personajes, humanos y robots, de modo que la tercera temporada –ya estrenada en HBO– ha sido diseñada a modo de «reboot». Ahora, en efecto, «Westworld» ha dejado de ser un western de ciencia ficción para convertirse en un thriller futurista en la línea de «Blade Runner» y «Días extraños». Y aunque sigue centrándose en las luchas de Dolores (Evan Rachel Wood), Maeve (Thandie Newton) y Bernard (Jeffrey Wright) para liberar a los robots del dominio del hombre, también incorpora a un personaje humano prominente, Caleb (Aaron Paul), un ex soldado que coquetea con el crimen para llegar a fin de mes y cuyo desdén hacia los poderosos lo acercará a una Dolores cada vez más sedienta de venganza. Estos nuevos episodios no dan saltos entre diferentes líneas temporales ni construyen grandes misterios. En cambio, incluyen más secuencias de acción musculosas. En general, avanzan más rápido y en línea más recta, y se esfuerzan por simplificar las cosas. De hecho, quizá se esfuerzan demasiado.
La nueva temporada, por otra parte, se pregunta si la amenaza de una revolución de las máquinas es importante en un mundo donde se han desdibujado las fronteras entre los humanos implantados con modificaciones cibernéticas y las máquinas con conciencia artificial y entre la vida tal como la conocemos y las vidas simuladas por ordenador. Esa falta de certezas sobre quién es quién y qué es real no hace sino distanciarnos emocionalmente porque, si los personajes pueden morir y luego volver a la vida con un poco de látex y un destornillador, o cambiar de cuerpo, en realidad lo que les pase carece de importancia.
En todo caso, el gran problema de la «Westworld» estas alturas es que parece haberse convertido en una colección de personajes, ideas y trucos narrativos en busca de una historia. Los debates sobre la conciencia, la jerarquía social y el libre albedrío que impulsaron sus dos primeras temporadas ya han sido agotados y, a pesar de su insistencia en seguir dándoles vueltas, cabe preguntarse: ¿qué marca el rumbo de «Westworld» actualmente? No está claro que alguien sepa la respuesta.
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