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Nos pongamos como nos pongamos, todo es gris. No es tanto una afirmación filosófica, ni siquiera en cuanto a la metafísica de lo polarizado se refiere. No se trata de afirmar, como ese cuñado al que ya se alegra de no tener que ver en los próximos 350 días, que «los extremos se tocan». No es eso. Pero es que todo es gris. Y la comprobación es empírica. Cuando los científicos Gall y Spüzheim, allá a finales del S.XVIII, andaban investigando el cerebro, sus pares se dividían en dos bandos: los que creían que el pensamiento era una secreción del órgano cabezón y los que lo entendían como algo casi divino, inexpugnable para el conocimiento humano. Por supuesto, resulta que todo era gris. En concreto, viscosa y turgente materia gris.
La exitosa investigación de los americanos, que concretaron que en todo lo gris estaba la matriz de los nervios —y que, casualidades de la ciencia, luego darían pie al pufo racista de la frenología—, nos sirve como acicate etimológico para hablar de uno de los relatos contemporáneos que más se ha esforzado en demostrar, de forma gloriosa y desde la ficción apocalíptica que, en efecto, todo es gris. Que lo de los malos y los buenos, más allá de lo ético, es bastante pueril. Y que, además, justo en esa materia gris, podría estar dormido uno de esos temores con los que la ciencia ficción se recreó onanísticamente durante décadas hasta la explosión de la pandemia del covid.
El próximo 16 de enero, HBOMax vuelve a tirar la casa por la ventana y estrena el primer capítulo de «The Last of Us», adaptación a serie de uno de los videojuegos más importantes de la historia y obra cumbre del medio. Medios como «The New Yorker», basándose en los boletines de impuestos y demás datos públicos, calculan que Warner habría invertido cerca de 15 millones de euros por episodio. Ello convierte a la serie, con los nueve capítulos de su primera temporada, en una producción a la altura presupuestaria de «Juego de Tronos».
El mundo del cordyceps
Pero, ¿de qué trata «The Last of Us»? ¿Por qué hay millones de personas en todo el mundo esperando el estreno de la serie y, todavía antes, cientos de empresas mordiéndose como zombis unas a otras para conseguir que Neil Druckmann, creador del videojuego, no solo cediera los derechos, sino que además se animara a participar en la adaptación? En la serie de HBOMax, como en el juego, conocemos primero a Joel, un tipo duro pero carismático del que nos enamoramos desde su primera aparición, gracias al desempeño del chileno y «mandaloriano»Pedro Pascal. En concreto, le conocemos la mañana del 26 de septiembre de 2013, día del estallido de una pandemia mundial causada por un hongo que, como habrán podido adivinar si les decimos que la serie tiene muertos vivientes, ataca el cerebro de manera parasitaria, haciéndose con el control de la materia gris de su desamparado huésped. Este maldito cordyceps, en realidad, es la excusa argumental para despojar a la mayoría de la población de su humanidad, obligando a los que quedan a perdurar y sobrevivir.
Por circunstancias que no tiene sentido revelar si queremos preservar la experiencia completa, la historia avanza dos décadas en el tiempo, situándonos ante un Joel cínico, roto por las adicciones y, ya sí, del todo entregado al clima post-apocalíptico marcado por el nuevo gobierno fascista de Estados Unidos. Los cadáveres quemados se amontonan y los días se repiten, uno tras otro, hasta que la aparición de una niña posiblemente inmune a la infección hace que todo de un vuelco. Ellie, a la que aquí da vida una brillante Bella Ramsey –la recordarán como la precoz y contestona Lyanna Mormont de «Juego de Tronos»–, no solo es la esperanza recuperada, la fe entre las sombras y los chasquidos horripilantes de aquellos que «viven» con «el bicho» dentro, sino que es también una oportunidad de redención, una sacudida en los hombros de Joel y, tanto en el juego como en la serie, la verdadera protagonista de la historia.
La primera temporada de «The Last of Us», producida, guionizada (y hasta dirigida en algún capítulo) por el creador del juego y adaptada a los tiempos de la tele por Craig Mazin («Chernobyl»), es una adaptación casi plano a plano del material de la consola. Sí, tenemos la oportunidad de conocer mucho mejor a los personajes secundarios y explorar, realmente, qué queda de «nosotros» como Humanidad en el mundo del cordyceps –ojo a Nick Offerman en la próxima temporada de premios, en un tercer capítulo extraordinario–, pero la serie es consciente de que se acerca a una obra maestra, a un relato perfecto del que su traslación es quirúrgica. «The Last of Us», la serie, es la mejor adaptación que se ha hecho nunca de un videojuego. Y no lo es tanto porque adapte uno de los más redondos, sino porque se acerca con respeto a la sensibilidad del medio: el gran mercado americano de las series acaba de entender, dos décadas tarde, que el «quita que ya lo hago yo», además de cobarde, es contraproducente. Y la serie, en su extraordinario viaje, es tan buena porque ha entendido que, efectivamente, todo es gris. Más si se trata de lidiar con las consecuencias morales, éticas y emocionales de una pandemia. Un eco que para resonarnos, no requiere demasiada materia ídem.
Es posible que no haya esporas, y que los aficionados a la franquicia de videojuegos echen de menos cierto grado de violencia, pero la recompensa bien ha merecido el tiempo de espera. A una década del lanzamiento del título original de Naughty Dog, “The Last of Us”, como serie, no revoluciona la narrativa ni la manera de contar las series, pero sí la comprensión del videojuego como el medio superior o, al menos, el que más capacitado está para captar el “zeitgeist” de nuestra era. Mazin, de la mano de un plantel de lujo de directores (Ali Abbasi, Jeremy Webb o Jasmila Zbanic), se las apaña para ser estrictamente fiel al videojuego y, a la vez, lidiar con el fantasma de la pandemia, acercarse a esa pelea generacional que invade la ficción moderna y, sin dejar de ser crudo, rondar la ternura de lo romántico, por ejemplo, en el séptimo capítulo, dedicado a la historia que los fans del juego reconocerán como “Left Behind”. Y hasta el encuentro de las propias siluetas es acertado, porque si Pascal respira, anda y viste como Joel desde el primer minuto, Ramsey no es estrictamente Ellie. No, al menos, hasta que llevamos un par de horas con ella. La interpretación de la joven actriz británica, titánica para cuando llegamos al final de la temporada, va creciendo, alojándose en la psique del espectador y acercándonos a la relación de empatía que en verdad conduce toda la serie.
Es complicado vaticinar cómo recibirá la serie el espectador que no tiene ningún tipo de conexión emocional con el material original, pero sí podemos imaginar que, entre los fans del videojuego, el amor será incondicional: estamos ante una adaptación idéntica, en su primera temporada, al título original. Y, además de plagar de guiños el metraje, la serie permite expandir el lore mismo de la franquicia. Ahí ayudan mucho las interpretaciones de Anna Torv (”Fringe”, “Mindhunter”) como Tess y de Merle Dandridge como Marlene, a la que ya dio vida en el juego. Por supuesto, la música del maestro Gustavo Santaolalla termina de redondear el conjunto, pero Mazin es consciente del nuevo medio y la usa de manera menos machacona, mucho más puntual y de manera más inteligente para con la manipulación buscada, en el mejor sentido de la palabra. Al final del viaje, el proyecto y la inversión emocional que exige “The Last of Us”, la historia nos devuelve a los matices, a la importancia de las consecuencias de nuestros actos y a esa tesis que Druckmann terminó de explotar en la segunda entrega del videojuego: todo, absolutamente todo es gris.