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“The Last of Us”: una obviedad maestra

Casi una década después de su lanzamiento original, Naughty Dog publica “Last of Us: Parte I” para PlayStation 5, un híbrido entre el remake y el remáster de la historia de Joel y Ellie
La Razón
  • Matías G. Rebolledo

    Matías G. Rebolledo

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Enfrentarse al análisis o a la crítica de “The Last of Us” es una experiencia cercana a lo policategórico, bien sea por las trampas en forma de lugares comunes que alberga el camino, bien sea por la escasez de argumentos que nos dejan en mitad de un survival y ante uno de los videojuegos más reverenciados de nuestro tiempo. La obra original que publicó PlayStation de la mano del estudio Naughty Dog, allá por 2013, no solo ha dado pie a una de las propiedades intelectuales más importantes del gigante tecnológico japonés, sino que ha ido amasando, en apenas nueve años, una legión de fans acérrimos que apenas tiene comparación en el gremio. Y es justo ahí donde pisamos en gloria supinadora la primera mina de la obviedad: “The Last of Us” ya es más que un videojuego.
Título: “The Last of Us: Parte I” (”The Last of Us: Part I”)
Estudio: Naughty Dog
Plataforma: PlayStation 5 (y próximamente PC)
Precio: 79,99€ edición estándar
Valoración: 95/100
De ahí que Warner, en plena crisis económica y reducción de gastos, no haya tocado un solo dólar de los previstos para su adaptación televisiva en HBO, con el solicitado Pedro Pascal como protagonista. De ahí también que, apenas un año más tarde de su publicación oficial, el juego obtuviera una revisión de lujo con gráficos aptos ya para PlayStation 4. Y de ahí que, ante la noticia de una nueva publicación del juego, esta vez titulada “The Last of Us: Parte I”, el mundo gamer se dividiera entre quienes veían necesario contar la historia de Joel y Ellie aprovechando el músculo de PlayStation 5 y quienes entendían la maniobra de Naughty Dog como el enésimo sacacuartos de una industria carnívora. Subjetividades aparte, lo cierto es que este viernes 2 de septiembre volvemos a Texas, a Pittsburgh y a Salt Lake City, para revisitar por tercera vez uno de los mejores guiones de videojuegos jamás escrito. Vuelve “The Last of Us”, vuelve el dolor.
Nueve años de luciérnagas
Nueve años son mucho tiempo. El suficiente para que Naughty Dog haya dejado de ser —o de “solo” ser— la casa de “Crash Bandicoot” y se haya convertido en uno de los estudios punteros del medio, gracias a la obra que hoy centra el análisis o la saga “Uncharted”. Pero nueve años, en los que se ha expandido el universo del cordyceps desde el DLC y el canon de novelas gráficas hasta una extraordinaria segunda parte del videojuego, no parecen tantos si lo que se pide al consumidor son casi 80 euros (79,99 si se quieren poner exquisitos, 70 dólares si cotizan allende el Atlántico). Y cuando parecía que no quedaban chasqueadores de la obviedad en el horizonte, uno de frente: debatir si un videojuego es necesario o no es una cuestión, además de contraproducente, ciertamente vacía. El arte es extremadamente relevante, precisamente, por no ser “necesario”.
A la hora de estudiar el fenómeno de los remáster (el mismo videojuego con mejores gráficos), los remakes (partiendo de un videojuego antiguo y su esencia, recrearlo con otro estilo y hasta otros medios) y el rebuild por el que apuesta “The Last of Us: Parte I” (consistente en aumentar el músculo gráfico y, a la vez, añadir pequeñas modificaciones en pos de una narrativa más cinematográfica y parecida a la segunda parte), lo cierto es que la maniobra tiene más de establecimiento de cánones propios para el equipo liderado por Neil Druckmann que de una aparente demanda que, sin datos públicos, será imposible conocer hasta el lanzamiento del juego. Por acercarnos, de manera estruendosa como un floter al cine, la entrega que sale el próximo 2 de septiembre está más cerca de los retoques digitales que le dio George Lucas a su trilogía original de “Star Wars” que a una restauración de una película perdida en la Francia de la posguerra.
Otra vez, la obviedad frente al juego nos pega como un botellazo en la oreja. ¿Tenía sentido tocar la historia original de “The Last of Us” e introducir cambios en el lore de la franquicia? No. ¿Los hay? No. No hay grandes cambios en la historia de “The Last of Us”. Todo comienza con una niña en brazos y todo termina de la misma y brillante manera. Por eso, si uno se va a la etimología de “obviedad”, verá que los romanos usaban la palabra original para lo que está en frente, lo que tenemos delante de nuestras narices. Lo “obvio” era mantenerse fieles a un canon perfecto, lo “obvio” era devolver el dramatismo a los rostros en portentosa demostración de captura de movimientos. Y, lo “obvio”, era “coger el dinero” y aprovechar un futuro espaldarazo a la franquicia en forma de serie con sello de calidad HBO. En efecto, si rehaces “El Padrino” secuencia a secuencia, con los mismos intérpretes en su mismo momento actoral pero con la calidad de imagen que permite nuestra era, obtendrás “El Padrino” con toda la calidad de imagen que permite nuestra era. Una vez más, la obviedad en nuestro camino.
De frente el cordyceps
Tras pasar algo más de quince horas junto a “The Last of Us: Parte I” (cuando se escribe este análisis, no hemos jugado a “Left Behind”), la valoración resulta casi tan obvia como ahorrar los medicamentos del juego para conseguir aumentar la salud al máximo: es una obra maestra. Y, por supuesto, disfrutar de una obra maestra en su modo de rendimiento de PlayStation 5 y sin apenas ninguna traba de fotogramas es una experiencia imperdible. Ha mejorado la Inteligencia Artificial de los enemigos, ha mejorado la iluminación (excusarse en el cel shading de la primera entrega como una dirección de fotografía y no como una limitación técnica es no conocer el medio) y, sobre todo, ha mejorado el gameplay. Sí, Joel vuelve a sentirse pesado y bruto como en la segunda parte, pero la diversidad en el manejo del arsenal queda ahora más a libre albedrío del jugador y, por supuesto, es imposible mejorar todo al máximo, llenando de posibilidades el horizonte de la experiencia completa.
No todo son buenas noticias, y se experimentan algunos errores: a la hora de abandonar el coche en la primera secuencia, la IA de Tommy no parece guiar del todo bien nuestros pasos y, en algún que otro momento de combate, Ellie nos bloqueaba el paso en modo sigilo, forzándonos a levantarnos y correr el riesgo de ser vistos. La dificultad en modo normal es agradecida con el jugador, los puntos de reaparición son milimétricos y bien útiles para con lo cinematográfico del videojuego y los tiempos de carga son de máximo un par de segundos.
Para una tercera categoría, llamémosla materia gris, queda la gran novedad de “The Last of Us: Parte I”: la utilización de nuevos planos, ángulos de cámara y perspectivas para narrar algunas cinemáticas. Quizá con el recuerdo fresco, la historia de Marlene puede parecer exactamente la misma, pero la profundidad de su personaje es aún mayor y la revelación en forma de balazo del tramo final gana aún más peso. Algo parecido ocurre con Henry y Sam, mucho más enteros, más tridimensionales gracias a las nuevas expresiones faciales. Todo ello, en la mente de Druckmann, nos conduce a un tipo de viaje más obvio, más subrayado de Joel hacia el “endure and survive” que marca toda la saga. No se trata de alterar el canon, sino de hacernos ver de manera más estrictamente obvia que Joel siempre fue el mismo, lo que cambia entre una entrega y otra es la perspectiva y el cariño, el posicionamiento casi ideológico que adquiere el jugador respecto a lo que está experimentando en el mando (sin llegar a los límites de “Astro’s Playroom”, bien utilizado). Una confirmación (y repitan conmigo) obvia del calado en términos de identificación que persigue (y siempre logra) el juego.
Por cosas del lenguaje, a veces lo “obvio” parece ser sinónimo de lo olvidable. Por eso la incidencia de estas líneas en superar el debate de lo “necesario”. No, “The Last of Us: Parte I” no era necesario, como no lo es ningún videojuego, pero su relevancia es extrema, precisamente, porque no lo es. Por lo que nos dice de la industria, cíclica y abierta siempre a nuevos jugadores (el gatekeeping, en industrias que tienden tristemente a la decadencia como la cinematográfica, haría que la experiencia “verdadera” pasara por comprarse una PS3 y buscar el juego en Wallapop); por lo que nos dice de Naughty Dog como estudio cuidadoso y temeroso de abrir nuevas fronteras por lo cómodo que es el éxito; y por lo que nos cuenta del propio juego, una absoluta maravilla técnica, narrativa y sentimental que sería digna de jugarse hasta en una tostadora, pero que brilla con cada acorde perfecto de Santaolalla a lomos de la novena generación. Vuelve “The Last of Us”, vuelve el dolor. Pero era obvio.