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Tom Hanks: “A nadie le gusta ir al cine a que le den una lección”

En “El peor vecino del mundo”, la penúltima estrella de Hollywood se pone en la piel de un viudo cascarrabias enfrentado a una empresa de gentrificación inmobiliaria
Tom Hanks durante la presentación de "El peor vecino del mundo"
Scott GarfittScott Garfitt/Invision/AP

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Es una estrella. Lo sabe su séquito, encargado de que hasta el más ínfimo de los detalles esté a su gusto. Lo sabe el público, que se amontona a la salida de un lujoso hotel madrileño para captar un reflejo, siquiera, de su carisma. Y lo sabe la Prensa, dispuesta en una mesa redonda, para preguntarle por absolutamente todo. La primera pregunta, entonces, debería ser si lo sabe él. Si es consciente de que existe como una de las últimas estrellas del planeta cine, de esas que son capaces de llenar una sala solo con su nombre en los créditos: «¡Alguna que otra queda! Si los actores fuéramos a una oficina todos juntos, esta sería la charla del café. Creo que el contrato social del público con el entretenimiento, tenga la forma que tenga ahora mismo, ha cambiado para siempre. El aura de estrella ya no importa como antes. Quizá porque ya no vamos al cine para estar entretenidos todo el día, para eso tenemos el teléfono. Joder, todas las películas de la historia tienen que competir con los vídeos que se han hecho ese mismo día».
Enfrente de quien escribe, y casi rayando fuera de lo metafórico, dos premios Oscar y dos centenares de nominaciones a galardones de cine, el protagonista de «Náufrago», «Philadelphia», «Big», «Salvar al soldado Ryan», «Forrest Gump» y hasta la voz de Woody, de «Toy Story». Tom Hanks (EE.UU., 1956) estrena «El peor vecino del mundo», pero se resiste a dar una respuesta vacía: «Lo que ha variado en nosotros, como espectadores, es la razón por la que vamos al cine. Ya no se trata tanto de nombres, sino del sentido de pertenencia. ¿A un multiverso? ¿A una saga? Pero no es malo que los actores hayan perdido importancia, solo es ley de vida».
Contra las lecciones
La nueva película de Hanks, que aquí comparte protagonismo con la mexicana Mariana Treviño –un descubrimiento que les sonará a aquellos espectadores familiarizados con la futbolera «Club de cuervos», de Netflix–, es la adaptación estadounidense de «Un hombre llamado Ove», filme sueco que se estrenó en España en 2015. El tema central, claro, es el mismo: un viudo, a punto de acabar con su propia vida consumido por el duelo y por la batalla legal contra una inmobiliaria dispuesta a gentrificar hasta la última parcela de su barrio, conoce a una familia recién llegada al vecindario y que, sin quererlo, le transformará la vida. Los cambios son, eso sí, estructurales, puesto que la nueva familia pasa de ser pakistaní y musulmana a ser ahora mexicana y recién llegada a EE.UU.
Hanks, productor también de la película junto a su esposa, la también actriz Rita Wilson, explica los cambios en la adaptación, sobre todo teniendo en cuenta la situación coyuntural en la que ve la luz el filme, con un país, el suyo, todavía sanando de la división que trajo consigo el «trumpismo»: «No estaría yo tan seguro de esa sanación», bromea, antes de continuar: «No se puede hacer una película obvia. Abordar los temas como un anuncio. No. Tienes que buscarle la vuelta al asunto, invitar a que el espectador te acompañe. No he visto “Al descubierto”, pero sé exactamente de qué va la película. Y podré, como espectador, compararlo con la realidad, apreciar cómo de justa o de verídica es. ¿Me la creo? Eso forma parte de la experiencia. Pero la nuestra no es así. Tú compras la entrada pensando que va sobre un viejo cascarrabias, pero en realidad trata sobre la familia de mexicanos que se acaba de mudar al frente y sobre la transformación del país».
“El peor vecino del mundo”: contra la soledad, un táper de comida mexicana
★★★☆☆
Por Carmen L. LOBO
Reconozco que no he visto la película «Un hombre llamado Ove» (Hannes Holm , 2015), ni tampoco leído la novela de Fredrik Backman en la que se basa, pero, lamentablemente, tras ver el «remake» estadounidense de aquella película sueca, tampoco es plan de salir corriendo para pillarlas. Sus razones tendrán los estudios que producen la cinta y el inestable cineasta Marc Forster para decidirse a respaldar un filme que tampoco se tornaba imperioso. Pero he aquí quizá la respuesta, el encontrarnos ante una de esas historias tan predecibles como «encantadoras» para Hollywood (seguro que alguna que otra nominación a los Oscar le cae, sobre todo, para el protagonista), cuya trama gira alrededor del viudo Otto Anderson (un sólido, amargado y delgadísimo Tom Hanks en un registro menos trillado con respecto a la mayoría de papeles que suele aceptar de hombre íntegro, a lo Frank Capra, verán como resulta cierto lo de la nominación), solitario, irascible, obsesivo, asocial, que acaba de jubilarse, lo que le sienta como un tiro. Y, hablando de armas, Otto ha intentado en varias ocasiones suicidarse, pero ni eso le sale bien. Hasta que, durante la última vez que está en ello, aunque al final se rompe la soga que colgó en el techo del salón porque no soporta su escaso peso, escucha un bullicio en la calle residencial donde vive y descubre que tiene nuevos y estridentes vecinos, una joven pareja mexicana con dos hijas pequeñas. Y la primera, en la frente: al poco habilidoso marido le resulta imposible aparcar como debe, lo que provoca la ira de Otto, que acaba haciéndolo él mismo. Desde ese momento y de manera incluso atosigante, Marisol (Mariana Treviño realiza un notable trabajo, pero su personaje, cuando menos a quien esto escribe, se le atraganta según en qué momentos ante la asfixiante insistencia de la chica), decide derribar todas las barreras que ha construido Otto alrededor e inyectarle las ganas de vivir que ha perdido. Ayudada, por ejemplo, de los platos caseros típicos de la tierra en la que nació y que le lleva en táper a Otto, que no da las gracias, únicamente gruñe. Hay en el filme un elocuente gato callejero que termina teniendo un hogar, un gran amigo gravemente enfermo que Otto perdió por soberbia, pero, básicamente, resuenan los improperios del anciano contra todos y todo: porque en los contenedores casi nadie sabe dónde va cada desecho, porque un joven sale a hacer deporte con mallas muy ajustadas... Paulatinamente, y mientras surgen temas como la especulación inmobiliaria y aparece un personaje «trans» cuya historia ahí se queda, el espectador va conociendo más sobre la fallecida esposa vía flash backs, sobre la felicidad pretérita de ambos, y comprendiendo ese agrio, conservador caracter (que Marisol y los suyos sean inmigrantes da una pista de por dónde quiso ir Forster). Y, también poco a poco, ya lo esperaba cualquiera desde los primeros minutos del largometraje, llega la redención de Otto, hasta «perdonarse». Estamos en Navidad, qué mejor momento para creer que son posibles estos pequeños milagros.
Lo mejor: su protagonista, siempre sólido, y una vivaracha, insistente Mariana Treviño
Lo peor: cuanto más se «endulza» el caracter del protagonista, menos interés tiene el filme
Justo después de quejarse de que ya nadie fuma, y de que todos nos limitamos a jugar con nuestras manos para conversar, Hanks sigue: «No creo que las películas deban o tan solo puedan aspirar a dar lecciones. No soy tan inocente como para pensar que mi película pueda cambiar la opinión de alguien respecto a la inmigración o las personas trans, pero sí sé que el cine nos puede abrir la consciencia. Ver otras realidades y entenderlas mejor. Darles glamour, incluso, hacerlas accesibles. Y hacer que nos preguntemos, siempre, ¿qué haría yo?», añade.
Así, en «El peor vecino del mundo», que dirige con buena mano para la comedia negra Marc Forster («Christopher Robin», «Quantum of Solace»), se mezclan los tres frentes morales sobre los que quiere jugar la película: el fenómeno de la gentrificación y la expulsión de la gente mayor de sus propias casas; la muerte de esa América unívoca en la que todo estaba hecho y definido por y para el hombre blanco; y hasta una mucho más reciente como reflexión social, la de la epidemia silenciosa del suicidio, tanto entre los adultos mayores como entre colectivos.
«Antes que cualquier cosa, y antes de cualquier discurso, el cine tiene que ser orgánico», se despide un Hanks que aquí vuelve a brillar de la manera más noventera posible. Tras un tiempo alejado de los grandes focos, centrándose en su faceta como productor y recuperándose de dos malas rachas de salud, la de la diabetes adquirida y la del covid, ha entrado en una fase de reconsagración, de deflagración absoluta de talento, centrándose en proyectos que de verdad le motivan. Y vaya si se nota. Lo que en otra carrera sería una actuación notable, un estudio de la soledad en la vejez, en el currículum de Hanks se convierte en una manchita más del firmamento de grandes papeles que lleva cimentando ya casi cinco décadas.