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El osario de Sedlec, la capilla donde hasta el cáliz está hecho de huesos humanos
Una tropelía de fieles quisieron enterrarse en el cementerio de la abadía y sus huesos acabaron utilizándose como inmobiliario de su capilla
“En las iglesias o en los cementerios, lugar destinado para reunir los huesos que se sacan de las sepulturas a fin de volver a enterrar en ellas”. Así define la RAE un osario. Es decir, que cuando los cementerios de ciertos lugares llegan a su límite de uso, se exhuman las sepulturas más antiguas para dar espacio a otras nuevas, depositando los huesos viejos dentro de las capillas. Entramos en un mundo de contradicciones, difícil de desentrañar. ¿Por qué no ampliar el tamaño de los camposantos? ¿Podrán descansar correctamente las almas de los cuerpos que han sido desenterrados? ¿Se les devolverá el dinero del enterramiento a las familias de los difuntos? ¿Es esto moral, simplemente?
En ciertos lugares del mundo, incluyendo el osario mozárabe de Wamba, en Valladolid, este tipo de preguntas no parecen necesarias. Pero en el osario de Sedlec, en la localidad checa de Kutná Hora, los límites a los que llegó este osario instaurado en una pequeña capilla barroca parecen sacados de una película de terror.
El origen del osario
Hablamos de la segunda mitad del siglo XIII. Europa se encuentra inmersa en incontables guerras de religión, en Jerusalén y en la Península Ibérica, además de los continuos combates contra los ya decadentes vikingos y su religión nórdica. Las peregrinaciones a Tierra Santa están a la orden del día mientras los creyentes más piadosos traen de cada rincón del mundo una pequeña reliquia, un puñado de tierra sagrado, cualquier objeto digno de devoción, de sus largos peregrinajes. Cuando Ottokar II de Bohemia envió al abad del monasterio de la Orden del Císter a Jerusalén, este removió cada esquina de la ciudad santa en busca de una reliquia con la que deleitar a sus feligreses en su vuelta a casa. No tuvo éxito, sin embargo, y se tuvo que contentar con traer un puñado de tierra del Gólgota - el monte donde Jesucristo fue crucificado - para esparcirla por el cementerio de la abadía.
Este acto fue visto con buenos ojos por todos los cristianos de Europa Central. Piadoso, incluso, porque no debió ser fácil regresar con el puñado de tierra en la mano durante los casi cuatro mil kilómetros que separan Kutná Hora de Jerusalén. Y como el mundo va por modas, ya desde los egipcios, en aquél momento se puso de moda en toda la región enterrarse en el cementerio de la abadía. Ser enterrado entre esos granos de tierra sagrada, aunque solo dieran para un grano por cada dos tumbas, debía ser algo parecido a visitar el festival de Coachella en el siglo XXI, fashion hasta el final.
Peste, guerras y acumulación de cuerpos
Pero la Edad Media era una época de Muerte. Así, en mayúsculas, dibujada con una guadaña y cubierta por un manto negro. Es la imagen de la parca a quien este osario parece rendir culto. Las guerras se sucedían con una constancia casi viciosa, y las epidemias y las hambrunas atacaban al menor aviso, llevándose consigo a millones de personas, miles de las cuales ansiaban ser enterradas en la abadía.
A la terrible Peste Negra le sucedieron en Bohemia una serie de guerras civiles - las Guerras Husitas - que llegaron a durar quince años y transformaron la región en un campo de batalla devastado. El número de enterramientos en la abadía llegó al punto de que hizo falta aumentar considerablemente el cementerio. A su vez, en torno al siglo XV se construyó una nueva capilla en cuyo sótano se amontonaron los huesos de las tumbas que había hecho falta desenterrar para su construcción, y pocos años después se empezó a utilizar como osario porque, simplemente, no cabían más cuerpos en el cementerio.
Para hacernos una idea de los números, en torno a 30.000 personas venidas de Polonia, Baviera y Bélgica fueron enterradas en el cementerio lo que duró la Peste Negra. A estas habría que añadirles varias decenas de miles procedentes de las Guerras Husitas y todos los fallecidos por causas variadas en este periodo de tiempo. En la actualidad se piensa que hay entre 40.000 y 70.000 esqueletos únicamente en el osario, además de varios miles en el cementerio.
El genio macabro de František Rint
Aunque se llevó a cabo una nueva extensión de la capilla para aumentar su colección de huesos, estos se amontonaban hasta límites insospechados, e hizo falta idear la forma de ordenarlos de alguna manera. Para esto se contrataron los servicios de un tallista de madera, František Rint, en 1870. Así es como el osario obtuvo la imagen que puede verse en la actualidad. Con una espeluznante imaginación, el tallista utilizó los huesos para cada uso posible. Diseñó el escudo de la abadía con los huesos, talló cálices y lámparas con los huesos, las calaveras bordean cada línea de los techos, incluso firmó su obra en una pared utilizando huesos sobrantes. Cuatro altas montañas de cuerpos fueron colocados con un mimo macabro para simbolizar la espera de la resurrección. Y con el fin de dar a los huesos el color adecuado, Rint utilizó cal clorada para obtener un blanco siniestro.
Cerca de 200.000 personas visitan cada año esta capilla húmeda y de olor avinagrado, mal ventilada y de decoración dantesca. La afluencia de visitas desde 1989 ha sido tal, que los familiares que acuden al cementerio adyacente para honrar a sus seres queridos han tenido que quejarse por la cantidad de autobuses que ocupan el parking.
Si alguien me preguntase mi opinión, aunque nadie lo haya hecho, diría que la historia rodeando el osario de Sedlec es un despropósito sin pies ni cabeza, pese a ser fascinante de alguna manera. Un ejemplo ideal de que todas las modas, ya desde el medievo, suelen rozar lo ridículo. Quiero imaginar a un desventurado belga que insistió a su familia para que llevasen su cuerpo a Bohemia y lo enterrasen en la tierra sagrada de la abadía. Luego imagino a ese mismo desdichado, ya huesos secos, desenterrado por unas manos piadosas de esa tierra que tanto ansiaba, solo para ser amontonado en una capilla junto a varios miles de esqueletos. Y ya para rematar el sinsentido, pienso que un día cogieron su cuerpo y, como si se tratase de un pedazo de madera fresco, lo utilizaron para crear un escudo decorativo que quizás ni existía cuando él vivió. Ahora pensará que su alma habrá descansado más tranquila, y no digamos ya sus restos, si se hubiese dejado de modas y le hubiesen enterrado en su pueblo.
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