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La maldición del faraón: trampas y terror en las tumbas egipcias
Lejos de las elaboradas trampas que nos ha querido vender el cine estadounidense, los métodos más efectivos a la hora de combatir contra los ladrones de tumbas en el Antiguo Egipcio fueron el miedo y la ocultación
Supongo que a estas alturas de la película, todos nosotros estamos familiarizados con el miedo. Ya no nos hace falta viajar a países extraños ni peligrosos para palparlo, o leer un libro o ver una película. Desde hace un año hemos comprendido de una manera íntima que existen diferentes clases de miedo, hemos aprendido a convivir con él en nuestra rutina, con el miedo a lo desconocido y lo conocido, miedo a lo que está por llegar y el miedo a situaciones que ya tenemos encima, miedo físico y mental, miedo por nosotros y nuestros seres queridos. El miedo cobra múltiples formas para alimentarse de la felicidad de sus huéspedes, que somos nosotros. Muta como haría un virus, se adapta a la situación cuando siente que nos hemos hecho más resistentes a él. Pero ya sabemos que existe un miedo superior, el peor de todos. Podríamos llamarlo el miedo invisible. El que no se puede ver. Sabes que merodea por tu barrio, sube y baja las paredes de los apartamentos, toma el sol como cualquier otra criatura en las terrazas de los bares, corretea por los parques, se nos engancha como una garrapata. El miedo invisible es el peor porque nunca sabemos cuándo se lanzará sobre nosotros, cuándo nos agarrará de la garganta.
Al conocer las respuestas que el miedo provoca en el ser humano corriente (huida, rechazo, precaución, ansiedad por evitarlo), creo que estamos en la situación de comprender mejor que nunca el miedo que podía sentir un ladrón de tumbas al entrar en la pirámide de un faraón. Porque el ladrón de tumbas se enfrentaba, como hacemos nosotros ahora, a dos tipos de miedo: el miedo visible que eran las trampas mortales típicas de una película de Indiana Jones & Co., y el miedo invisible, el peor de todos que pulula como una brisa de primavera entre nuestras piernas, y que en este caso concreto recibía un nombre propio. La maldición del faraón.
El dilema de los ladrones
Vivir en el Antiguo Egipto no era fácil. Es cierto que las épocas de hambruna eran escasas debido a la puntualidad del río Nilo para desbordarse y anegar los campos de rica y provechosa agua, y donde regiones como Judá vivían sequías intermitentes, Egipto era llamado por los romanos “el granero de Roma”, gracias a su fertilidad. Pero el ser humano siempre busca ir más allá de un plato de comida diario, esta insatisfacción permanente nos ha empujado a conseguir proezas extraordinarias. No nos limitamos a existir, exigimos vivir. Y para vivir en el Antiguo Egipto o cualquier otra época nos hace falta un bien mucho más escaso, más preciado, tanto que ni siquiera los propios faraones disfrutaban de él cuando vivían: el oro. Los faraones no vivían en palacios ostentosos y rodeados de riqueza - Hollywood miente más que habla - sino que habitaban pequeñas casas de adobe, decoradas con mobiliarios sencillos, mientras atesoraban todo el oro que cabía en sus arcas para meterlo en sus tumbas y partir con él al mundo de los muertos.
Y si el hogar de un faraón era sencillo, imaginemos el de un hombre corriente como usted o como yo. Por qué no, el de un constructor de pirámides, un sencillo obrero y padre de familia numerosa que, por casualidades de la vida, sabe dónde se esconde el mayor tesoro que vieron sus ojos o los de cualquiera de sus antepasados, un tesoro enorme que, de venderse a los comerciantes adecuados, podrá reportarle un cúmulo de riquezas capaz de mantenerles a él y su descendencia durante generaciones. Los constructores de las pirámides conformaban la primera amenaza para las tumbas de los faraones. Cuando leemos en cualquier lugar sobre los ladrones de tumbas en Egipto no hace falta imaginar a los cuarenta ladrones de Alí Babá, mezquinos bandoleros y peligrosos asesinos; bastaría con imaginarse a uno mismo, cuatro mil años atrás. Con el mismo rostro que vemos frente al espejo, los mismos miedos.
Es importante comprender el perfil del ladrón de pirámides, a la hora de investigar las trampas. Porque si todos hubieran sido como los ladrones de Alí Babá que no le temen a nada, las armas que los faraones y sus arquitectos utilizaron contra los ladrones habrían sido distintas. Es decir que a un hombre (o mujer) como nosotros, se nos puede derrotar fácilmente utilizando las herramientas del miedo. Un ladrón de Alí Babá apenas conoce el miedo porque él mismo conforma las sílabas de la palabra “miedo”. Pero un hombre corriente siente miedo con una facilidad asombrosa.
¿Trampas o trampantojos?
Aunque los obreros de las pirámides y tumbas faraónicas tenían los ojos vendados antes de ser llevados al lugar donde tenían que cavar, siempre cabía la opción de que un listillo se aprendiera la ubicación de alguna manera. Por tanto se crearon una serie de sistemas de trampas primitivas, aunque relativamente fáciles de sortear si uno poseía las habilidades adecuadas.
En varias pirámides de la necrópolis de Saqqara pueden encontrarse por ejemplo puertas falsas. Talladas con delicadeza en la roca para que los ladrones no supieran cuál de las puertas daba a la tumba y sus riquezas. Una trampa fácil de sortear si uno tiene la paciencia suficiente para picar un poco en cada losa hasta que encuentre la puerta correcta. En la tumba de un administrador del área de Thinis, por otro lado, se colocaron cuatro losas de piedra para entorpecer el pasillo que llevaba a la cámara del sarcófago. Esquivar esta “trampa” fue tan sencillo como abrir un agujero por el que pasar en cada una de las losas. En diversas tumbas del Valle de los Reyes se idearon pasillos que llevaran a los ladrones a cámaras del tesoro falsas, para distraerles de su verdadero objetivo que por lo general se hallaba escondido tras una puerta sellada y camuflada, como ocurrió con la tumba de Amenofis II.
Losas que entorpecían el camino, pasillos falsos, laberintos. No piense el lector que a los ladrones de tumbas les caían cuchillos encima o les perseguían enormes bolas de roca, nada de eso, ni aparecían pinchos puntiagudos de las paredes. La verdad es que la mejor trampa que fueron capaces de idear los arquitectos egipcios fue la de ocultar las tumbas a los ojos del mundo. Podríamos decir que más bien hacían trampantojos, antes que trampas.
La maldición del faraón
El miedo físico, del tipo que podemos destapar con facilidad, no era suficiente para amedrentar los deseos de los obreros egipcios, que solo requerían de paciencia y de asesinar a los pocos guardias que custodiaban las tumbas para hacerse con los tesoros. Entonces los faraones y sus adláteres dieron con un nuevo tipo de miedo que quizá, posiblemente, podría frenar a los ladrones y alejarlos de sus preciadas tumbas cargadas con riquezas para el más allá. El lector ya lo habrá adivinado. Es el miedo invisible. El peor de todos. Los faraones pensaron en aprovecharse de las supersticiones y creencias religiosas del pueblo llano para inculcar un tipo de miedo prácticamente invencible. Así es habitual encontrar en las tumbas imágenes de sus dioses guardándolas. Una imagen de Anubis, dios guardián de las tumbas, situada con maña a lo largo de los pasillos y entradas de los mausoleos, observando con sus ojillos de chacal al bandido, podían suponer un tipo de protección mucho más eficiente que cualquier trampa primitiva.
Funcionó en parte, este miedo invisible, hasta que su poder se disipó y los ladrones habían saqueado el número suficiente de tumbas para saber que los dioses no moverían un dedo a la hora de protegerlas. Entonces hizo falta crear un nuevo miedo invisible. Es la maldición del faraón. Y fue este un miedo tan poderoso que todavía hoy quedan quienes creen que la maldición del faraón es efectiva.
Encontramos el mejor ejemplo de la maldición del faraón entre los integrantes de la expedición británica que descubrió la tumba de Tutankamón en 1922. En ella fueron encontrados 5.398 objetos, entre los cuales se incluían un ataúd de oro, la famosa máscara mortuoria del faraón, sillas, espadas, trompetas, cofres repletos de oro, comida y ropa, y la gracia del hallazgo consiste en que, de las decenas de tumbas de faraones que se han abierto en los últimos cien años, esta ha sido la única que se encontró intacta, sin mancillar por los ladrones. Esta era una tumba donde la maldición del faraón todavía no se había cobrado sus víctimas. De esta manera los ingleses llegaron a atribuir 30 muertes a la maldición del faraón, y debe decirse que algunos de los fallecimientos de los integrantes de la expedición fueron cuanto menos tenebrosos.
Lord Carnarvon, el mecenas de la expedición, murió en su hotel de El Cairo cuatro meses después de abrir la tumba, a causa de una septicemia que se originó tras infectársele una picadura de mosquito. Su mismo hermano falleció poco después, junto con sir Archibald Douglas Reid que había sido el encargado de radiografiar a la momia de Tutankamón. Arthur Mace que ayudó a abrir la cámara, Alby Lythgoe,el magnate George Jay Gould que estuvo presente durante la apertura, todos ellos murieron antes de que pasaran cinco años. Los directores del Departamento de Antigüedades del Museo de El Cairo fallecieron ambos a causa de una hemorragia cerebral, y Richard Bethell, el secretario de Howard Carter que también estuvo presente durante la apertura. La maldición cobra tintes todavía más macabros cuando conocemos que, hundidos por el dolor, los padres del joven secretario se suicidaron al conocer la noticia de su muerte.
Diversos científicos han procurado otorgar una explicación lógica a la maldición del faraón. Entre las teorías encontramos aquella impulsada por el microbiólogo español Raúl Rivas en su libro La maldición de Tutankamón y otras historias de la microbiología. Según esta idea podría ser que tantos milenios de sellado y humedades en la tumba derivaron en la aparición de un tipo de hongos que, de ser inhalados, podrían debilitar el sistema inmunitario de los seres humanos, haciéndoles más propensos a sufrir complicaciones en cualquier enfermedad. ¿Tendrá razón el Doctor Rivas? ¿O debemos temer realmente a la maldición del faraón? Aunque sea por si acaso. En cualquier lugar recomiendo encarecidamente al lector que contenga la respiración cuando se sumerja en los laberintos sinuosos de las tumbas de los faraones, por si las moscas, y que recuerde pedir permiso al dios Anubis antes de adentrarse a curiosear en el mundo de los muertos.
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