Viajes
Breve historia del Mediterráneo II: la Ruta de la Seda
Si vamos a bañarnos allí este verano pues qué menos que saber algún dato curioso sobre ese agua
La supremacía de Roma en el Mediterráneo comenzó a tomarse en serio cuando echaron el último puñado de sal sobre las ruinas de Cartago, o eso dicen. Tras el fin de las Guerras Púnicas ninguna nación mediterránea quiso cometer el error de incordiar a los seguidores de Marte, dios de la guerra, durante los siglos siguientes. Entonces comenzó la magia de Roma de verdad. En el año 66 a. C el cónsul romano Pompeyo (que poco después se enfrentó a Julio César, perdió la guerra civil contra él y fue asesinado con vileza en una playa remota de Alejandría) dividió las aguas de nuestro mar en pequeños y asequibles cuadrados para limpiarlas de piratas. Desde entonces y hasta la caída del Imperio Romano de Occidente, el Mediterráneo fue una zona prácticamente libre de bandidos.
No creo que haga falta extendernos en los años de Roma. Fueron tan magníficos como violentos. El mundo conocido experimentó un tipo de sensaciones que jamás ha recuperado, los emperadores más sanguinarios reunieron todo el poder en sus manos, y los más sabios, un líder judío llamado Jesús fue crucificado a pocos kilómetros de las costas de Judea y las aguas del mar se vieron obligadas a cambiar de nuevo. Otra vez cambió el mapa del Mediterráneo tierra adentro, lejos de su alcance. Y después de masacrar vitoreando durante siglos a los cristianos en el Anfiteatro, los muy hipócritas, los romanos se lo pensaron mejor y mudaron sus viejos dioses de siempre por ese Dios Único.
Poco después comenzaron los primeros espasmos en su Imperio y las invasiones bárbaras se sucedieron con una furia y una frecuencia insostenibles, hasta que Roma cayó sin remedio en el año 476, seis siglos después de derrotar a los cartagineses.
Esos ostentosos musulmanes
Ahora quiero que el lector haga un esfuerzo de la imaginación y que piense que se trata de un sensato ciudadano de Tarraco (dominada por las tribus germanas desde hace poco más de cincuenta años pero todavía añorando la época dorada de Roma) y quiero que escuche que la ciudad eterna ha caído. Que sus estatuas de mármol y sus altares arden con una llamarada que no se puede apagar. Quiero que le tiemble todo el cuerpo y que vuelva su vista al mar Mediterráneo, aquella bandeja de planta a ratos mansa o irritada que hasta esa mañana había sido conocida por los romanos como Mare Nostrum. Nuestro Mar. Su mar. Quiero que haga las preguntas acertadas a sus aguas y experimente esta incertidumbre.
Con la llegada de la Edad Media, el mar volvió a embarullarse. Todo volvió atrás y se repitió la escena de la era minoica, había piratas sueltos por allí pero también decenas de civilizaciones que dominaban las artes de navegar y eran codiciosas. El Imperio Romano de Oriente procuró cumplir el dicho y jugó unas pocas partidas a los marineros en el norte de África, Italia, Grecia e Hispania, pero fueron firmemente respondidos por nuevos reinos jóvenes que ya no tenían miedo a los débiles primos de Roma. Pronto se supo que en el mar había vuelto a convertirse en un villano peligroso y se recuperaron viejos mitos. Las invasiones siguientes de los francos, borgoñeses, visigodos e italianos se hicieron tierra adentro, y parecía que en esta Edad nuestro mar no iba a formar una parte importante del tablero. Pero algo ocurrió entonces, un milagro del azar, una probabilidad que nadie tuvo en cuenta, un despiste, y estalló un fogonazo ensordecedor en una de sus esquinas: el caudillo bereber Tarik desembarcó en el 711 en Algeciras y el frágil reino visigodo se desplomó.
Si el lector hiciera el favor de olvidar que es español me gustaría que piense en lo útil que fue esta invasión para todos los pueblos costeros del Mediterráneo, a excepción de nuestro pueblo que nos tocó pagarlo, aunque también nos benefició, de muchas maneras. La pasión por la seda y la poesía que trajeron los árabes consigo permitió dulcificar el carácter rudo y pagano de los visigodos, la suculenta usura de los judíos (que prácticamente desde la muerte de Jesucristo deambulaban por el mundo sin una tierra propia) se introdujo con ellos. Como una flor que solo se abre cada cien años, el comercio que se había tambaleado desde la caída de Roma volvió a encenderse, fue bellísimo. La Ruta de la Seda se escuchaba venir como los acordes de una cítara entre las cordilleras asiáticas y, fascinante, el mundo se agrandó, como un chicle, comenzaron a escucharse de forma habitual los nombres de Samarcanda y China y Gengis Kan, el Mediterráneo creció con todo esto. Mientras los ingleses y los franceses se peleaban en guerras de cien años, los africanos buscaban agua en el desierto y en América, bueno, en América vivían en otro mundo; nuestro mar floreció una vez más, buenamente gracias al gusto refinado de los árabes por el comercio.
Guerras, guerras y más guerras
Solo quedaba la espinita de los norteños. Rudos, rudos vikingos igual de psicodélicos que feministas, violadores de monjas, adoradores de la mentira y del trueno. Tras conquistar la mitad de Inglaterra y derramar acero sobre los altares de París y Galicia, navegaron más abajo, llegaron a Cádiz, al Norte de África, a Sicilia y el sur de la bota, al Mediterráneo, y se rumorea que incluso accedieron a la exótica Iraq desde el norte. Los vikingos, el viento del norte. Sus velas se hincharon generosas y sembraron una breve era de terror por el Mediterráneo. Solo es una suerte que a partir del siglo X se volvieron demasiado poderosos, la ambición se asentó entre los suyos (todo pueblo con éxito crece, sucumbe a la ambición y decae) y se enzarzaron en una serie de guerra civiles interminables que los apartó para siempre de nuestro mapa.
Sigue el drama: en el año 1099 los cruzados conquistan Jerusalén. Las espaldas del ponto cargaron durante décadas los barcos que iban desde Italia hasta las costas de Antioquía, alentadas por un ansia ciega que desbordaba oraciones en latín hacia su espuma. Nacieron los templarios, el mundo continuó complejizándose.
Las guerras se volvieron más violentas, si cabe, y los reinos cristianos de España robaron bocado a bocado nuevos kilómetros de costa para abrirse a las conquistas militares y al ansiado comercio. Jaime I el Conquistador toma Mallorca en 1231. Aragón se enzarza contra Nápoles y Sicilia. Decenas de conflictos se superpusieron unos sobre otros y aunque muchos fueron lejos de nuestro mar, tierra adentro y fuera del control de sus orillas, se derramó durante años tanta sangre que el desierto y las montañas se empacharon, tuvo que ser horrible para unos y maravilloso para otros, era sangre infiel, y fluía el líquido bermellón como ríos al paladar sediento del Mediterráneo.
El final de la Ruta de la Seda
A mediados del siglo XIV llegó la peste negra a Europa y echó raíces, casi sin mirar por donde pisaba. Llegó a bordo de los barcos mercantes por este mar torcido, traído desde Asia a través de la Ruta de la Seda. Allí lo tienen, ese fue el precio a pagar: cinco siglos de comercio y lujo tuvieron que pagarse con la divisa de la pulga, fue el destino, y nuestro mar fue el sacerdote de ese destino, nuestro destino, nuestro pago. Roma, Nápoles, Palermo, Sevilla, Atenas, Valencia, todas se contagiaron. Y si lo que dicen las películas fuera cierto, durante aquellos años la vida debió ser muy difícil para todos.
Curiosamente... este enfrentamiento persistente con el jinete de la Muerte atrajo a la población europea al campo religioso (es normal, tanta muerte, como para no aferrarse a algo) y nació lo que los ignorantes aluden en exclusiva a la fe cristiana: el fanatismo religioso que aquí se llamó Santa Inquisición y que se empeñó en quemar alegremente a brujos inocentes, entonces la gente pues se cabreó y nacieron las semillas de la rebelión protestante en el norte de Europa y blablablá. Dirigieron todas sus frustraciones a la hoguera y culparon al baluarte de la Iglesia de todo lo demás: al Sacro Imperio Romano Germánico. Alemania y Roma aliados en el mar. Un rival nuevo en el tablero azul, poderoso, pactado con los genoveses, venecianos, españoles y el Vaticano con una única finalidad. Derrotar al turco.
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