Historia

¿Sabías esto? Las veces que Canarias tumbó a los gigantes del mar

Entre octubre de 1595 y julio de 1797, el Atlántico trajo al Archipiélago tres nombres de leyenda

¿Sabías esto? Las veces que Canarias tumbó a los gigantes del mar
¿Sabías esto? Las veces que Canarias tumbó a los gigantes del marGobierno de Canarias

El Atlántico, cuando quiere, trae historias que suenan a bronce. Una mañana de octubre de 1595, las velas de Francis Drake y John Hawkins asomaron por la bocana de Las Palmasde Gran Canaria como quien se sabe leyenda antes de pisar tierra. La operación prometía ser quirúrgica, “cuatro horas” para vaciar despensas y seguir camino al Caribe; cálculo frío sobre mapa ajeno. Pero la ciudad, apretada entre el mar y el malpaís, respondió con lo que tenía, que aquel momento eran los cañones de Santa Ana y Santa Catalina, las milicias de vecinos, marineros convertidos en artilleros y mandos que aprendían a contrarreloj. El primer bombardeo devolvió más humo que avance, el segundo dejó tablazón astillada y la certeza de que aquellos muros de cal y canto iban a costar demasiado. Drake se marchó con la prisa de quien llega tarde a su propio mito, y en las crónicas locales quedó anotado -casi con pudor- que la ciudad había resistido. El océano guardó el rumor, como si supiera que volvería con más ruido.

Regresó cuatro años después, esta vez con bandera naranja y cuenta pendiente. Pieter van der Does apareció con una armada que imponía solo de enumerarla. Decenas de naves, miles de hombres, ambición al nivel del viento alisio que empuja a cualquier flota hacia la costa. Entraron, sí; saquearon, también. Ardieron conventos y casas, los archivos se hicieron ceniza, la ciudad pareció por momentos un jirón sin defensa. Pero la isla, que se conoce a sí misma como un cuerpo, reaccionó por capas. En Santa Brígida, en Tafira, en el Monte Lentiscal, cada barranco se volvió una emboscada, cada vereda un atajo para la caballería local. El avance neerlandés, tan sólido sobre el papel, se volvió un juego de sombras sin suministros. El propio almirante cayó herido y la retirada, inevitable, dejó tras de sí una mezcla de alivio y agravio. De esa herida nació un aprendizaje práctico, y es que la defensa no era un gesto, sino un sistema; no bastaban los castillos, hacían falta ojos en el interior, reservas de grano, cadenas de mando y una ciudadanía que supiera a quién seguir cuando el mar se oscurece.

Pasaron casi dos siglos y el océano trajo el tercer nombre, el más conocido por la posteridad. Horacio Nelson, inglés, ambicioso y táctico, midió Santa Cruz de Tenerife con la impaciencia de los grandes capitanes. Probó un rodeo por Valleseco para morder Paso Alto por la espalda; probó después el zarpazo frontal, lanchas al alba rumbo al muelle. La mar -siempre la mar- abrió las filas, las baterías costeras contestaron con una puntería que hoy sería tendencia, la balandra Fox se hundió demasiado cerca como para olvidarlo. Y entonces, en el fragor corto de los muelles, el disparo que la tradición bautizó con nombre propio, el Cañón Tigre. La metralla le desbarató el brazo derecho al almirante y puso en pausa la leyenda para dejar paso a la diplomacia. Cercados en torno al convento de Santo Domingo, los británicos negociaron con el general Antonio Gutiérrez una capitulación cortés -honores de guerra, atención a los heridos, reembarque- que dice tanto de los vencedores como de los vencidos. Desde entonces, cada 25 de julio, Santa Cruz recuerda su gesta.

Si se mira de lejos, los tres asedios parecen capítulos sueltos en un libro de hazañas navales. Si se escuchan de cerca, se encadenan como una misma melodía en tres tiempos. Drake enseñó a la isla que los golpes de mano se desactivan con respuesta rápida y fuego cruzado; Van der Does demostró que tomar una ciudad no es lo mismo que someter una isla, que la topografía manda donde la logística flaquea; Nelson confirmó que el cinturón de castillos y baterías -de La Luz a San Cristóbal, de Paso Alto al muelle- funciona cuando el vecindario sabe que la defensa también se organiza en las esquinas. La diferencia entre la épica y el parte de guerra es que el parte deja un listado de tareas, como reforzar parapetos, entrenar milicias, asegurar caminos, anotar dónde se atasca el enemigo. Canarias hizo eso, y lo desarrolló con una constancia que no cabe en una placa.

No es casual que estas historias sigan generando preguntas más de cuatro siglos después. ¿Por qué fallaron? Porque la prisa, el desconocimiento del terreno y el exceso de confianza son malos consejeros en un archipiélago que no perdona el cálculo en abstracto. ¿Qué quedó? Ciudades más conscientes de sus vulnerabilidades, un tejido cívico que se reconoce en la palabra “milicia”, un puñado de nombres propios -Pamochamoso, Gutiérrez, los anónimos que bajaron de las cumbres- y un léxico de piedra, cal y pólvora que todavía compartimos sin darnos cuenta.

Tres asedios, tres derrotas para quien vino, tres victorias de resistencia para quien se quedó. El mar aún devuelve en los atardeceres ese rumor de maderas y órdenes gritadas que se mezcla con la vida cotidiana. Al escucharlo, uno entiende que la historia no es una vitrina, sino un manual de uso.