Opinión
En la escuela, hacia 1960
Se empezaba a mediados de septiembre, cuando había amainado ya el verano y la naturaleza volvía a recoger sus galas para otra vez ensimismarse. El horario de mañana era de diez a una, y el de tarde, de tres a cinco. Había clases también los sábados, y se descansaba los jueves por la tarde. En total, 28 horas lectivas, como ahora se dice, pero quizá mejor distribuidas y más fáciles de sobrellevar que los apretadísimos horarios actuales, de modo que los niños tenían tiempo para jugar y divertirse, que es lo que tienen que hacer a esas edades, y los deberes no eran una carga con la que resultaba difícil cumplir. Lo mismo ocurría con eso que se ha venido en llamar actividades extraescolares, que entonces ocupaban a bien pocos, y que, en los pueblos del medio rural, esos paraísos hoy perdidos, consistían en ayudar a los padres en las labores del campo, que variaban según la estación: regar los prados, guardar el ganado, recoger la leña, recolectar los frutos de la huerta, sacar las patatas de las tierras…
Se estudiaba por asignaturas claramente delimitadas (Gramática, Aritmética y Geometría, Historia de España y Universal, Geografía, Ciencias Naturales, Historia Sagrada, Dibujo…), porque los pedagogos, si los había, estaban a sus cosas y no se metían donde no hacían falta ni nadie los llamaba. El material escolar era bien sencillo: una enciclopedia en la que venía todo lo que había que aprender de cada asignatura, de acuerdo con la edad del estudiante y el grado de aprendizaje (la Enciclopedia Álvarez era la más utilizada); una pizarra y un pizarrín para hacer en casa los deberes que mandaba el señor maestro; un cuaderno para los ejercicios de las lecciones en la escuela; una pluma de madera y un tintero (este solía ser comunitario y había uno en el centro de cada mesa o cada pupitre), con el papel secante para los borrones de tinta que se formaban al esmerarse en los trazos de una buena presentación; un bolígrafo (¡los BIC de tres colores, azul, rojo y negro, en aquellos estuches de plástico!); un lápiz, una goma de borrar y, si acaso, también una regla. Y como algunas de estas herramientas pedagógicas se guardaban en la escuela, o eran, como las enciclopedias, de uso colectivo y propiedad del centro educativo, no se necesitaba llevar mochila, que era por lo demás un adminículo medio desconocido, y bastaba, y aun sobraba en muchos casos, con una simple cartera o un pequeño maletín.
Los maestros iban a las escuelas a enseñar lo que sabían y los alumnos, a aprender lo que no sabían. Ese era el principio básico, que se sustentaba en la autoridad de los primeros y en el esfuerzo de los segundos. Por supuesto, en la enseñanza primaban por encima de todo los contenidos, que, sin que ni las leyes educativas ni las programaciones se lo propusieran, porque no hace falta, derivaban natural e inevitablemente en competencias. Y de estas, las principales y más valoradas en la vida real eran estas dos: escribir correctamente y con buena letra y saber hacer las cuentas, esto es, sumar, restar, multiplicar y dividir.
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