Reivindicación artística
Ellas pintaban mucho
Un libro recupera a las grandes mujeres olvidadas del mundo del arte
En los últimos años estamos viviendo una recuperación de las mujeres que han sido ocultadas en el pasado por el mundo del arte. Más allá de Frida Kahlo, probablemente la creadora que más se repite cuando hablamos de mujeres artistas, mucho antes existieron otras cuya obra y legado merecen ser reivindicados. Lo que ahora se está haciendo, esa labor de investigación y reivindicación, hace mucho tiempo que lo llevó a cabo una escritora y crítica de arte italiana llamada Anna Banti. La editorial Elba ha tenido la buena idea de publicar uno de sus más importantes trabajos, «Cuando también las mujeres se pusieron a pintar», que viene a ser como una exposición ideal, aunque en papel, con aquellas pintoras que merecerían una exposición en la actualidad. Es un paseo erudito que nos lleva desde el Renacimiento hasta las vanguardias artísticas del siglo XX a partir de una docena de nombres imprescindibles, una docena de mujeres que merecen estar presentes en las principales pinacotecas de todo el mundo.
El ensayo de Anna Banti arranca con una pintora italiana, con Sofonisba Anguissola, una damisela que pintaba en la corte en los tiempos del Cinquecento. Ella fue alumna de uno de los más destacados pintores de su tiempo, de Bernardino Campi. Tanto Sofonisba como su hermana Elena, que acabaría haciéndose monja, fueron huéspedes de pago en casa de Campi, siguiendo la costumbre de la época, hecho que demuestra la confianza que tenía la familia Anguissola en una carrera como pintoras para sus hijas. Se sabe que Sofonisba era prudente, ingeniosa y lista. Trabajó en la corte donde fue recibida con todos los honores por Felipe II y su esposa Isabel de Valois. Se dedicó, ya en su vejez, a enseñar el oficio y se dice que uno de los que escuchó sus consejos fue un joven de apellido Van Dyck.
En 1578 nació en Trento una niña que se llamó Fede Galizia, hija de un oscuro miniaturista que se había trasladado a Milán para probar fortuna. Con solo doce años Fede ya era considerada como una pintora retratando a parientes, conocidos y modelos accidentales. Pero la joven también sintió curiosidad por probar suerte en el terreno del bodegón, como había hecho poco tiempo atrás Caravaggio. A este respecto, se dice que algunos comerciantes de ese momento vendieron algunas de esas composiciones haciéndolas pasar por originales del mismo Caravaggio.
En el libro de Anna Banti también podemos seguir los pasos de Elisabetta Sirani de quien la escritora recuerda que «había sido una buena hijam pero no una mosca muerta». Reconocida como una autora de talento, a ellos se le sumaba la rapidez en la ejecución, esbozando la cabeza del retratado con el pincel, sin necesidad alguna de dibujo. Era tanta la calidad de su oficio que se consideraba un favor y un espectáculo tener la posibilidad de verla pintar. Pero tuvo la mala suerte de ser acusada falsamente de haber asesinado a Giovanni Andrea Sirani, un pintor muy conocido que pertenecía al círculo de Guido Reni. Sirani entró y salió de prisión y no fue hasta su fallecimiento que se supo que había sido injustamente señalada como autora de un delito que nunca cometió.
Otro capítulo del libro está dedicado a la veneciana Rosalba Carriera. Acabó pintando en Versalles el primer retrato del rey Luis XV, algo que incluso narra en sus diarios. Conoció a los maestros de su época, como Rubens o un joven Watteau. Los nobles y las damas se disputaban el poder posar para ella, un reconocimiento que se extendió con total justicia a lo largo del viejo continente.
A lo largo de esta andadura artística también tenemos la posibilidad de trasladarnos a la Rusia del siglo XIX para poder conocer el talento de María Bashkirtseff, quien a partir de los diecisiete años se dedicó en exclusiva a la pintura, aunque con solamente quince ya había expuesto su producción logrando el aplauso de sus contemporáneos. Pese a saberse enferma de gravedad quiso trabajar hasta el final. En sus diarios escribió que «estoy mortalmente enferma y tengo una inmensa ampolla en el pecho. Intentad, pues dudar de mi valor y de mis ganas de vivir... Si muero, será de indignación ante la tontería humana, que es infinita, como dice Flaubert».
Una de las creadores más fascinantes en «Cuando también las mujeres se pusieron a pintar» es Marie Laurencin, un nombre íntimamente ligado con el París de principios del siglo pasado, el mismo por el que empieza a moverse un joven Picasso o Apollinaire, pareja de Laurencin. La artista, como nos dice Banti, tuvo el coraje de ser, hasta sus últimas consecuencias, ella misma.
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