Opinión

Rutinas y milagros

Las pequeñas cosas que pasan desapercibidas son las que conforman el vivir diario

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La naturaleza nos procura distraccionesLa RazónLa Razón

Son casi innumerables las acciones que, sin apenas darnos cuenta, de manera automática o inconsciente la mayoría de las veces, realizamos cotidianamente, en casa por ejemplo, y no hace falta que el recuento abarque una jornada entera, bastaría con delimitar un breve intervalo en el diario quehacer, los momentos que siguen al despertar, pongamos por caso, o el habitual primer recorrido con que tomamos posesión del entorno y nos acogemos a él y lo reacomodamos: abrir una ventana, descorrer una cortina, amansar un bostezo, apagar una lámpara, estirar una tela, apartar una silla, recoger una prenda, alinear un cuadro, explorar un cajón, doblar una toalla, mover una alfombra, arrimar una planta, curiosear un estante, centrar un jarrón, rectificar un cojín, acariciar un vaso...

En los preparativos para salir a la calle el proceder es más consciente y aplicado, la espontaneidad se tiñe de advertencia y previsión, la motivación y las miras son asimismo más prosaicas: consultar el reloj, asesorarse en el armario, visitar el espejo, proveerse de adminículos, inspeccionar las nubes, repasar el atavío, comprobar los bolsillos, asegurarse de las llaves, verificar las luces, armonizar el gesto y componer la imagen…

Y de vuelta a casa, cumplidas las obligaciones o dando por concluida la travesía laboral, al recogerse cada cual dentro en sus más personales parapetos contra el desánimo y la rutina y el cansancio que trae de fuera, es el momento en que suelen acaecer cuatro de esos pequeños milagros nuestros de cada día a los que, de tan acostumbrados, casi nunca prestamos atención: pulsar un interruptor y que baje de arriba la claridad, presionar una tecla y que el aire se llene de música: ¡dos prodigios con solo apretar un botón! El tercero tiene lugar cuando, al abrir el grifo, mana el agua como si allí mismo hubiera una fuente; el cuarto, al pasar las páginas de un libro en el regazo de un sillón.

Luego están los milagros que obra la naturaleza para procurarnos distracción y cobijo siempre que tengamos necesidad, como las flores que por estas fechas decoran las praderías campestres, a algunas de las cuales bautizó así el diccionario popular: farolillos, campanillas, varas de san José, zapatitos de la reina... Más las tardes de junio, que son sin duda una de las mayores maravillas del mundo natural, y regalan a quienes salen de casa a recibirlas el milagro de la calma. Han venido como siempre envueltas en esa quietud benévola que apacigua las inclemencias del vivir y mitiga la intemperie que no cesa, la luz posándose con delicada codicia en las cosas y la brisa aleteando en las hojas nuevas de los árboles: la tibia pereza de la primavera, y la desidia dulce de las horas que discurren mansas como en los domingos de la infancia, y el manto verde que deja tras de sí la lluvia, tan bienvenida este año, y los días azules del verano asomados a la ventana del calendario…